En aquella fiesta, nos descalzamos para tumbarnos en cojines y mantas a ver pelis frikis. A alguien le olían los pies a rayos. Nos miramos todos un poco apurados, tratando de averiguar quien estab en posesión de los pies pestosos. De repente, la hermana mayor de la anfitriona entró en la habitación y soltó, cláramente y sin tapujos, "¡Qué peste a pies!". Un chico se sonrojó y se calzó. Yo, que soy la señora de los calcetines, me acerqué y le propuse dejarle un par extra que había traído si se lavaba los pies. Así se podría descalzar y estar más cómodo. Lamentablemente, no quiso.
No sé si le resultó muy traumático, la verdad. En cuestión de minutos estábamos viendo pelis y no se volvió a tocar el tema. Pero creo que ambas hicimos bien, incluso aunque se podría haber dicho con algo más de delicadeza. En este grupo de amigos, al que él no pertenecía pero se nos unió en aquella ocasión, nos decimos esas cosas con cierta tranquilidad. Hay una intimidad bastante buena y muy buen ambiente. Nadie lo dice con ánimo de herir ni ridiculizar, sino para que el ambiente sea el mejor posible. Con otros amigos, en otros ambientes, supongo que es más complicado. Pero sigo pensando que es lo que hay que hacer.
Dentro de lo malo, los olores corporales molestos son quizás lo más fácil de solventar. De algún modo, un mal olor es una "agresión" sutil, de la que hablando claro uno puede defenderse y ayudar a quien lo padece. Hay que hablarlo. Decirlo con delicadeza, con una sonrisa, con humor, con empatía, pero decirlo. Incluso en las peores situaciones, es esas que hacen que el otro se pueda sentir humillado. Quizás la peor que se me ocurre es la del olor de genitales de las mujeres. Porque, por desgracia, se ha usado demasiado tiempo la genitalidad femenina para degradar a las mujeres, para utilizarlas, para hacerles daño físico y moral. No conozco una sola mujer que, en la cama, no esté preocupada por cómo le huele la vagina, que no esté tensa ante la idea de que un hombre se le acerque para hacerle sexo oral. Siempre tendemos a pensar que es desagradable para ellos, que sabemos mal, hasta que se cansan... Así que decirle a una mujer que de verdad tiene un problema de olor corporal, es una situación que no le envidio a ningún hombre (o mujer, pero entre nosotras supongo yo que es más sencillo). Sin embargo, por favor, decidlo. Con cariño, con cuidado, mirándo a los ojos, con delicadeza, pero decidlo. Pese a que temáis la reacción, es mejor que ella sepa qué le pasa y lo solucione. Y si es pareja o rollo continuado, con más razón aún. Pero aunque no lo sea, aunque se trate de un achuchón con una amiga, decidlo.
Pensareis los hombres: "Anda, mira tú que lista. Menudo marrón nos sueltas". Pues ajo y agua: el sexo es cosa de dos, para lo bueno y para lo malo. Si no hay problema para sobarnos, besarnos y penetrarnos en todas las posturas que os apetezcan, pues para esto tampoco. Hale. O, ¿qué pensáis? ¿Qué nosotras no tenemos que lidiar con vosotros? Pues sí, y menudo marrón es muchas veces.
Yo, en los asuntos pestosos de carácter íntimo, suelo ir al grano. "O te lavas los pies o no hay nada que rascar. Chico, hueles y sabes a rayos, ya te estás lavando." Todo esto con una sonrisa y miradita prometedora, para que no se desanime. En realidad, a los que se lo he dicho lo han llevado bastante bien. Aunque que reconozco que, para curarme en salud, suelo mandar directamente al baño a quien sea, al igual que hago yo. Casi siempre. Yo recurro al humor, más que a la delicadeza, pero depende siempre de la persona y la situación. Sin embargo...
Desgraciadamente, las personas estamos marcadas y subyugadas por una serie de estupideces que cuesta creer que puedan con nosotros. Las llamo estupideces, no por quitarles importancia en sí mismas, sino porque nos convierten en idiotas vulnerables, idiotas porque, la mayor parte de las veces, sólo se trata de asuntos relacionados con el aspecto. Esos complejos tan fructíferos para las compañías farmaceuticas, para las revistas sobre dietas, para las compañías médicas estéticas. Y sin embargo, menudos problemas llegan a ser.
Estoy gordita últimamente (ya va para un año), más gordita de lo que me gusta soportar, porque no quepo en la ropa que me gusta ni me siento poderosa (no nos engañemos, ser atractivo, o sentirse atractivo, da poder). Me cuesta desnudarme delante de un chico. Antes, solía experimentar una sensación extremecedoramente placentera por tan sólo ver la expresión de un hombre cuando me veía desnuda. Ahora, en fin, intento pasar de puntillas frente al espejo, para que su reflejo no destroce la imagen mental que tengo de mí misma, esa con la que camino por la calle, erguida, casi desafiante, con la que me relaciono con las personas y que es una de mis armas de seducción. Me sobran mis buenos veinte kilos, que espero desterrar pronto, aunque poco a poco. Desde que mi autoestima ha salido de la sima en que se encontraba, reconozco que me da algo igual mi peso. No me da igual de verdad, pero no me siento mal conmigo misma. Pero hay gente para quien eso es una losa insalvable. Tengo amigas que consideran que nadie las va a querer jamás porque están gordas.
Con las gorduras, nadie tiene problema en expresar su desagrado. Nadie se corta demasiado a la hora de criticar (cosa nada deseable), y muchos son capaces de decirle al obeso que debe cuidarse y tomar medidas. La gordura, pasados ciertos límites, se convierte en un problema serio de salud. Cuando de salud se trata, hay que recurrir a los medios para solucionar esos problemas. Lamentablemente, la gente acude antes por estética que por salud a esos medios. No me parece mal querer estar guapo, estar bueno, etc., pero es una pena el control que la imagen tiene sobre nosotros, y lo infelices que llega a hacernos no cumplir con esos modelos estéticos con que nos bombardean. La perfección estética, esa enfermedad que empezó en el siglo XX, afecta sobre todo a las mujeres, aunque también los hombres están cada vez más a merced de esta esclavitud.
Si para una mujer estar gorda o lo de oler mal sus partes es una cuestión peliaguda, para un hombre lo es todo lo relacionado con su pene, salvo, quizá precisamente, el olor. Para las mujeres, su éxito y valor está relacionado con su aspecto físico y su capacidad de atraer a los hombres gracias a él. Para los hombres, tener un pene que les identifique como machos es la base de mucha de su identidad y su autoestima o, al menos, de la autoestima más básica. Las mujeres siempre somos muy cuidadosas con los temas relacionados con los penes, y con saña todos atacamos a la hombría que otorga/depende del pene en momentos de furia. Así que, cuando en tus relaciones con un hombre el pene falla, decirlo se convierte en un escollo de dimensiones olímpicas.
Uno de los tíos más guapos y atractivos con los que jamás he estado resultó tener un problema en el pene. A veces, el cuerpo cavernoso no se desarrolla simétricamente, y al llenarse de sangre para la acción, se produce una descompensación que lleva a que la forma del pene no sea la correcta: en vez de recto, se queda cual alcayata. Y el cuerpo femenino está diseñado para introducirle una l, no una L (para que me entendáis). Al principio, no sabía qué le pasaba, pero dio la casualidas de que vi un programa documental en la tele que hablaba justo de ese problema. Así que me armé de valor y se lo dije. Pensé, "Su padre es médico, lo entenderá". Me equivoqué. Lo negó. Dijo que no le pasaba nada de nada, y me cambio de tema radicalmente. No sé si acabó haciendo algo al respecto, porque no me atreví a volver a sacarle el tema. Es una de esas veces en que, pese a hablar claro, no conseguí hacerme oir.
Como véis, no suelo cortarme. Me he encontrado varias situaciones similares, y siempre he dicho lo que pensaba, creo que incluso cuando aquello era un polvo de una noche y nada más. Pero aún hay algo que no sé como decirle a un hombre, porque dada la estrecha relación pene-identidad, temo que decirlo sería soltar una bomba tremenda. Sin embargo, debería decirlo. Precisamente por ser algo tan difícil, debería decirlo. Pero, mientras que para los malos olores, los problemas de forma, de tacto, de sabor del semen, de sobra de pellejo en el prepucio..., en fin, ese tipo de eventualidades, soy capaz de afrontarlas, todavía no sé como decirle a un hombre que la tiene pequeña.
Siento tener que decirlo, pero el tamaño importa. No el largo, que da más o menos igual, salvo casos patológicos. El ancho, el grosor, es lo que importa. Nunca me he topado con un hombre que no llegase a los catorce centímetros de largo. Sin embargo sí que he conocido hombres que la tenían muy fina. Es decir, pequeña. Los problemas por el tamaño, por cierto, se dan en ambos sentidos. Una muy pequeña no la notas, pero una muy grande hace pupa. Sin embargo, si le dices a un hombre que la tiene enorme, no se siente mal. El problema es decirle que la tiene pequeña. ¿Cómo se lo dices? Reconozco que no sé como afrontarlo. En este aspecto, agradecería cualquier tipo de sugerencia.
(Continuará)
Zirbêth.