lunes, junio 14, 2004

MI CUENTO

Capítulo II. Desde la ventana (continuación).

Martin venía andando cabizbajo por la calle. Visto desde lejos, cualquiera diría que estaba deprimido o tratando de ocultar su cara a aquellos con quienes se cruzaba. En realidad iba mirando al suelo con un objetivo bien claro: evitar pisar a los pequeños animales que la lluvia había animado a salir de sus madrigueras a recorrer el mundo, sin saber que ese mundo estaba plagado de peligros, casi todos provenientes de la especie humana, para más señas. Así, a su andar cabizbajo había que añadir un modo un tanto sinuoso de caminar, dando rodeos y parándose a cada rato para mirar el suelo con vívido interés.

Probablemente fue debido a su modo de caminar que no vio a su compañero de piso hasta que casi había cerrado la puerta de la casa. En ese momento, a salvo de la posibilidad de incurrir en un asesinato por aplastamiento, levantó la cabeza y descubrió frente a él, pero al otro lado de la calle, a Zeta. ¿Qué podría estar hacienda allí, en cuclillas, en medio de la oscuridad?

Soltó la mochila y, silenciosamente, se le acercó por la espalda. Zeta seguía sin reaccionar, así que, como no aprovechar la ocasión hubiese sido un auténtico desperdicio, alargó la mano y le dijo “Hola”. Con gran satisfacción vio a su amigo pegar un repullo y, casi al mismo tiempo, caerse de culo en lo que, por el tono y pese a la falta de luz, tenía toda la pinta de ser una pringosa mancha de aceite. Celebró el acontecimiento con su característica risilla seca.

Zeta no se había enfadado, pero sostenía en alto una mano, al final de cuyos dedos había una hoja de papel.

-Ayúdame a levantarme y deja de reirte a mi costa- dijo mientras trataba de erguirse sin perder la hoja-. Por cierto, me debes veinte libras.

Fue esta última afirmación la que cortó la risa de Martin. Arrugando el entrecejo, le tendió la mano a su amigo y le ayudó a levantarse, tras lo cual entraron juntos en la casa y subieron las escaleras hasta los dormitorios. Zeta disfrutaba de la habitación que daba a la calle principal con sus grandes ventanas. El cuarto era bastante espacioso, pero Zeta lo tenía abarrotado hasta el punto de que cualquier intento de orden era misión imposible. Aparte de un armario, una cama doble y la mesa donde escribía en su ordenador, había allí una estantería plagada de libros que eran su orgullo y su alegría, varias mesitas de noche y muebles discordantes comprados en tiendas de segunda mano, cuando no cogidos de la basura directamente. Los muebles delineaban las paredes y contornos de la habitación sin dejar apenas algún centímetro entre ellos, y tan solo uno de ellos no tenía algún libro encima. Por lo demás, salvo por unos posters prerrafaelistas y unas cuantas fotos de sus amigos, las paredes estaban desnudas allá donde los muebles no alcanzaban. Junto a un gran espejo había desplegado un mapa de Inglaterra y otro de Europa, más pequeño, en los que había ido colocando banderitas de colores con números y letras. Martin había tratado muchas veces de establecer su signifcado en vano y sus intentos por sonsacarle alguna información a Zeta acerca del tema tampoco habían dado fruto.

Zeta entró en la habitación y Martin le siguió, soltó la mochila junto al armario y se dejó caer cuan largo era en la cama. Zeta dejó la atesorada hoja de papel sobre la mesa y se quitó los pantalones.

-Si la mancha no sale, y tiene pinta de no ir a salir, quiero unos pantalones exactos a estos. Ya te diré donde encontrarlos.

Martin emitió un bufido cansino. Con la cabeza apoyada en las manos y sin levantarse de la cama, se quitó los zapatos empujando con los piés, mientras veía pasar volando hasta el otro lado de la habitación lo pantalones pringados de grasa.

-¿Me vas a contar de una vez que hacías ahí en cuclillas y a dejar de quejarte como un viejo cascarrabias o qué?
-Estaba recogiendo una hoja de papel,- contestó Zeta lacónicamente- y ahora, por favor, saca esos zapatos apestosos de mi cuarto, junto con los pies que sueles llevar dentro. Ya había aireado la habitación.
-Me encanta cuando te pones cariñoso. Y ahora, desembucha.

Tras unos instantes de recogido silencio, Zeta respondió.

-Esta hoja- dijo cogiéndola triunfalmente y alzándola cual espada al cielo- me va a conducir hasta la mujer de mis sueños. O al menos hasta una que se le parece mucho.- Y continuó narrándole lo sucedido esa tarde hasta que él le hiciese caer sobre la mancha de aceite usado.
-¿Y cómo se supone que una hoja con, déjame ver, lo que parece una lista de bibliografía va a conducirte hasta esa dama?
-¡Ah, que poco observador eres! Esta hoja que, como bien apuntas, es parte de una bibliografía, tiene todo lo que necesito para encontrarla. Su nombre a pié de página.
-Ahá. Y suponiendo que consigas averiguar donde vive o estudia, ¿cómo dices que vas a conseguir acercarte a ella? La última vez que intentaste hablarle a una mujer pensamos que te estabas ahogando a causa del sonido estrangulado que salió de tu garganta.
-No me lo recuerdes, ¿quieres? No lo sé. No sé que haré llegado el momento. Por el momento me conformo con averiguar quien es, para lo cual, además de con la hoja, cuento con otra pista: nuestro vecino de enfrente.- Y diciendo esto señaló por la ventana a la vez que giraba la cabeza en dirección a la casa de la que había salido su, ejem, rival. Y en ese preciso instante, la puerta de la casa a la que señalaba se abrió y la figura de un hombre se dibujo a contraluz. Un momento después, se dirigía caminando hacia un coche aparcado unos metros más allá de la verja de la casa, abría el maletero y dejaba caer dentro el bulto que había estado cargando hasta ese momento.

Un bulto alargado, desigual y casi tan grande como él.



Zirbeth