miércoles, mayo 26, 2004

¿QUERÉIS LEER UNA HISTORIA?

Ya está bien de copiar citas de otros. Esta tarde os he empezado a escribir una historia. Espero que os guste.


Capítulo I. DESDE LA VENTANA

Cuando la vio estaba, como en tantas otras ocasiones, sentado frente a la ventana de su habitación. No es que se pasase la vida mirando por la ventana, es que su mesa de trabajo estaba bajo la ventana, para aprovechar mejor la luz natural cuando el sol se animaba a salir de detrás del sempiterno velo de nubes. Sin embargo, el sol ya se había ocultado cuando la vio.

Como era la hora en la que la mayoría de los vecinos regresaban a sus casas procedentes de sus trabajos, la calle estaba bastante concurrida o, al menos, todo lo concurrida que una calle de barrio de casas residenciales puede estar. Había coches pasando y otros aparcando, gente descargando bolsas de los maleteros, niños con bicicletas y jugando al fútbol en grupos aquí y allá. Una vecina regaba el jardín y otro, agachado, completaba las obras de albañilería casera que tenía la calle llena de trocitos de ladrillo y polvo de cemento.

Ella era la única que, en realidad, parecía fuera de lugar. Caminaba despacio, con aire distraído, vestida con unos pantalones y una camiseta, sencilla, y con una mochila que se adivinaba pesada, pese a lo cual llevaba abrazados contra el pecho lo que parecían un montón de papeles.

Vio venir la pelota y la esquivó, pero al hacerlo se le enganchó la mochila en el espejo retrovisor de un coche, lo que le hizo aflojar la presa de los brazos. Hojas y hojas se esparcieron a lo largo y ancho de la calle, por debajo de los coches, por el jardín aledaño, sobre las bolsas de basura apiñadas en el césped. ¿Fue desaliento o una sonrisa divertida lo que vio en su cara? No sabría decirlo.

Bajó de dos en dos los escalones hasta la puerta principal, la abrió y salió a su encuentro, dejando a su espalda ambas puertas, la de su habitación y la de la calle, abiertas de par en par. Mientras cruzaba la calle en dirección a la chica, iba recogiendo cuantas páginas encontraba a su paso, algunas de ellas, desgraciadamente, con las ruedas de un coche marcadas claramente por encima de las líneas de abigarradas y pequeñas letras. Cuando llegó a donde ella estaba, le alcanzó las hojas que tenía, un buen fajo. Ella, que estaba agachada junto al coche, alzó la mirada y le soltó un tímido “Gracias”. Sin pararse a responder, siguió ayudándola a recoger los esparcidos folios, y cuando ya todos obraban en su poder, la invitó:

-Si quieres, puedo ayudarte a ordenarlo mientras te invito a un café. Vivo justo en esa casa.
Y ella aceptó.

Bueno, eso es lo que hubiese pasado, seguro, si su reacción inicial no hubiese supuesto que su mano izquierda tirase el vaso de zumo que tenía junto al teclado del ordenador, haciéndole saltar para proteger los circuitos que tanto dinero le habían costado, momento en el que la silla en que estaba sentado salió rodando con tan mala suerte que fue a chocar con una estantería que, por ser de poca calidad, estar abarrotada y no afianzada a la pared con tornillos, cayó cuan larga era dejando a su paso libros, cintas de video, recuerdos navideños y cuantos bártulos uno pueda imaginar.

Miró desolado la desolación que su impetuosidad había dejado tras él. Para cuando terminó de recoger lo suficiente como para desbloquear la puerta de su habitación y alcanzó a abrir la puerta de la calle, un chico alto y moreno de espaldas a él pero de frente a la chica estaba entregándole en ese momento todas la páginas y folios que había rescatado para ella. Clavado bajo el marco de la puerta, y con el pomo de la misma aún en la mano, vio como ambos se alejaban juntos en animada conversación.

Se volvió a su habitación. Terminó de ordenar lo mejor que pudo los restos del desaguisado y se quedó de pie junto a la ventana, mirando hacia el punto en que había visto desaparecer a la muchacha y el usurpador. No sabía cuanto tiempo había pasado así, pero había oscurecido totalmente y ya la noche lo cubría todo, sólo la luz amarilla de las farolas iluminando pobremente la hasta hacía poco alegre calle.

La puerta de la casa de enfrente se abrió, dejando paso a un hombre y unos niños que, jugando y saltando, se metieron en un coche que había allí aparcado. El hombre, antes de sentarse en el asiento del conductor, pareció forcejear con algo junto a la puerta. Era el espejo retrovisor que la mochila de la chica había desplazado. Cuando, finalmente, el coche arrancó y desapareció en la oscuridad de la lejanía de la calle, en su lugar solo quedó silencio.

Silencio y una hoja.



Sed pacientes hasta la próxima entrega, pero demostradme cuando queráis vuestra impaciencia. Me sentiré muy halagada. Besitos a todos.

Nos vemos por aquí,

Zirbeth