lunes, mayo 24, 2004

PARA DÍAS POCHOS

Supongo que la mayoría, si no todos, conocéis a Eduardo Mendoza. Es un escritor catalán muy divertido, al que recurro siempre que me apetece especialmente ejercitar los maxilares. De entre sus libros, los que más me gustan y he leído varias veces, son Sin noticias de Gurb y El misterio de la cripta embrujada. Y este último tiene segunda y tercera parte. Cuando por fin puse mis manos en la segunda parte, El laberinto de las aceitunas, sin embargo, me sentí bastante decepcionada (ya me lo había advertido Saruman): por algún motivo, en vez de hilarante, su prosa se convierte en confusa, y lo que antes me parecieron geniales gamberradas, aquí sólo me resultó un embrollo.

Pero eso no me desanimó y, en mi último viaje a Madrid, incluí La aventura del tocador de señoras en el botín de libros a exportar. Y acerté, ya lo creo que acerté. Este vuelve a ser Eduardo Mendoza en su salsa, con esa mezcla de personajes esperpénticos y crudamente sinceros con un vocabulario delicioso y, por tanto, totalmente fuera de lugar que, al menos a mí, me llevan a veces al paroxismo de la risa.

Os animo a todos a leerlo, porque os va a poner la sonrisa en la boca y las agujetas en los abdominales. Y para muestra, un botón:

Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente corcovado y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, en apariencia bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes. Aprehendió mi presencia y condición sin sorpresa ni enfado, reiteró el ofrecimiento que me había hecho Cándida, y no eludió la cuestión que con mucha sagacidad leyó en mis ojos.
—Acompáñame a la cocina y hablaremos mientras preparo el rancho —dijo. Y cuando estuvimos a solas, añadió—: Sin duda te estarás preguntando por qué un individuo como yo, tan parecido a Kevin Costner, se ha casado con una broma de la naturaleza como Cándida. Todo tiene una explicación. Desde muy pequeño deseé llevar una vida retirada, consagrada a la meditación y la filosofía, pero el hecho de haber desaparecido mi padre a los pocos minutos de haberme concebido, llevándose de paso los exiguos ahorros de mi madre, los apuros económicos a que este suceso dio lugar y otros infortunios que no vienen al caso, dieron al traste con mis planes. Durante un tiempo pensé ingresar en un convento, pero me lo impidió no tanto el ser yo un maricón de tomo y lomo como el no poder abandonar a su suerte a mi anciana madre, a la cual aqueja la desgracia, por lo demás muy común, de haber sido anciana desde la más tierna infancia. En vista de lo cual, me dediqué al negocio que actualmente nos proporciona el sustento y en los ratos libres, a mi verdadera vocación. De este modo cumplo con mi deber y ya llevo escritos nueve tomos de un tractatus que en algún momento, si tú quieres, te leeré, con las consiguientes apostillas.
—Nada me haría más feliz —contesté—, pero ibas a contarme lo de Cándida.
—Ah, sí, Cándida —exclamó como si aquel nombre le recordara algo—. Pues resulta que mi madre, en previsión de las afecciones propias de sus años, insistía en que me casara. Ya sabes cómo pueden ser las madres de persistentes y cuántos recursos emocionales son capaces de movilizar en estos casos. Dos veces prendió fuego al piso. una vez se tiró por el hueco de la escalera y por último, habiéndole fallado estos conatos, se fue al zoo y se arrojó a la jaula de los leones, donde aún estaría si éstos no hubieran llamado la atención de su guardián con grandes rugidos y aspavientos. En vista de lo cual, opté por dar gusto a mi madre. Después de considerar varias ofertas interesantes, di con Cándida y me convencí de haber encontrado lo que buscaba. No me equivoqué: a mi madre le cayó en gracia Cándida y Cándida parece congeniar con mi madre. Yo, como buen filósofo, me adapté pronto y sin problemas a la nueva situación. Cándida es servicial y muy sufrida, no se inmiscuye en mis asuntos, saca a pasear a mi madre por la azotea cuando hace bueno, no incurre en gastos suntuarios y limpia casi tanto como ensucia. Sé que un día las mataré a las dos a hachazos, pero entre tanto vivimos bien.
Nada podía yo agregar a estas sensatas palabras y como por otra parte Viriato mientras hablaba había ido preparando unos macarrones con picadillo que no habrían desmerecido en la mesa de un sátrapa, con un enérgico abrazo sellé nuestra amistad y como miembro viril de la familia di mi bendición a aquel venturoso enlace.
(Eduardo Mendoza, La aventura del tocador de señoras, Biblioteca Breve, Seix Barral, 2001)

Ya estáis tardando en ir a comprarlo.

En fin, nos vemos por aquí,

Zirbeth