lunes, junio 14, 2004

EXCURSIÓN EN BICI

Como ya he dicho en algún otro post, ahora uso la bici para ir a todas partes. Bien, pues ayer la bici fue la culpable de tres cosas: de que no leyera nada de El Quijote en mi día libre, de que me hiciese un moratón en una teta que madre mía lo decorativo que resulta y que me lo pasase genial mientras maldecía las cuestas y los baches durante más de 12 millas.

Ayer hizo un día estupendo, calorcito, más sol que nubes y una brisa ligera que se convertía para mi oxidada musculatura en una ventolera desaforada cada vez que la carretera se inclinaba en algo más de diez grados. Arf. Bueno, pues aprovechando el día, nos cogimos las bicis, el Calvo la suya y yo esa cosa rosa que estoy usando ahora, que me queda pequeña, me destroza "salvasealaparte" y hace cosas graciosas como cambiar de marcha ella solita cuando le da el volunto (palabra que no encontraréis en el diccionario pero que forma parte de mi bagaje vocabularil andaluz) y decidimos (más o menos) irnos a un pueblo cercano a conocer nuevos paisajes. Nuestra primera escala, la Universidad. No, no es que fuésemos a la universidad, es que hasta allí era todo cuesta arriba y yo ya no estoy para esos trotes. Así que, antes de la última y más empinada pendiente, decidí terminar de echar los higadillos sin pedalear y me paré en el cesped aledaño al carril bici. El Calvo, paciente pero puñeterillo él, empezó a dar vueltas con su bici tratando de convencerme de que lo mejor era seguir sin parar o luego sería peor. Una, dos, tres, cinco, siete vueltas más tarde, cuando recuperé suficiente aliento para decirle que estaba sin aliento, él decidió celebrar esos primeros balbucéos míos cambiando el sentido de su circunfereciar alrededor de mí y a continuación se calló al suelo de lado, quedando tumbado sobre su costado exactamente en la misma postura que cuando tenía la considerablemente más digna posición vertical. Así no hay quien recupere el aliento decentemente. Afortunadamente, ambos reímos y no hubo que lamentar más que un raspón y un moratoncillo en la espinilla.

Un par de minutos más tarde, mientras el Calvo seguía quitándose hierbajos y pajitas de la ropa, yo me subí a la bici otra vez y, alzándome en toda mi estatura orgullosa sobre los pedales de la bici, empecé a pedalear con todas mis fuerzas, lo cual no es gran cosa, pero si lo suficiente para ir aumentando humildemente mi velocidad y subiendo la cuesta sudorosa pero feliz.

Feliz hasta que mi bicicleta decidió que la marcha era muy dura y se cambió ella sola de rueda y piñón, haciéndome caer sobre el manillar con la fortuna inmensa de parar el golpe con uno de los airbags. Que daño, Señor, que moratón, pero cómo me alegre de no haber ido a parar el golpe con la traque, la barbilla o alguna otra zona menos acolchada de mi cuerpo. Me acordé de todos los demonios y, tras asegurarme de que la cadena estaba más o menos donde debía estar, seguí la cuesta arriba.

Ya estábamos empatados.

El resto del camino hasta Lewes, que es como se llama el pueblo al que fuimos, fue bastante menos cansado, porque abundaban las ligeras cuestas abajo y casi todo el camino lo hicimos en la relativa seguridad de los carriles bici. Cuando llegamos, tras unos 45 minutos de pedaleo, debían ser cosa de las 3:30 de la tarde y dejamos las bicis a buen recaudo para darnos una vuelta. El Calvo ya había estado antes y me mostró un par de librerías de segunda mano, una de las cuales, vista desde fuera porque estaba cerrada, es una pasada. La casa es antigua, con paredes irregulares blancas y marcos de madera oscura en las ventanas. Como dice Bruka, estas casas tienen ese encanto de que nos parecen algo irreales, pues estamos acostumbradas a verlas en dibujos y películas, pero no en el día a día, y se alzan ante nosotros como salidas de sueños, y no hace falta mucho esfuerzo para imaginárselas encantadas y con grandes aventuras que ofrecer a quienes se internen en ellas. Esta es una de esas casa. Cuando nos asomamos por los cristales sucios, vimos que los lbros abarrotaban las oscuras habitaciones en estanterías que llegaban hasta el techo y parecían dividir los cuartos en habitaciones aún más pequeñas. Casi podía oler el papel viejo y el cuero desgastado de los libros.

Pero estaba cerrada, así que seguimos caminando y, tras pasar una iglesia con una de esas torres cual sombrero de Gandalf, llegamos al castillo medieval que hace famoso a este pueblo tranquilo y silencioso. No es un castillo muy grande y además no se conserva completo, pero es en verdad magnífico y precioso. Lo construyeron los normandos cuando invadieron, con éxito, Inglaterra. O mejor dicho, lo re-construyeron sobre la fortaleza previa, más pequeña y mucho menos resistente e impresionante a la vista. Y que fuese impresionante era lo que buscaban los normandos, pues lo construyeron como símbolo de dominación sobre la población autóctona. Está cubierto entero por enredaderas y flores (es lo que tiene la primavera), así que no se ve un sólo trozo de tierra desnuda. Cosas del clima inglés, que no pasa como en la mayor parte de España, que cavas una zanja y se queda marrón para el resto de sus días (como dice un amigo del Calvo).

La otra cosa genial del castillo es que, en la primera sala en la que entras, te encuentras con un perchero lleno de ropas medievales y accesorios para que te los pongas si te apetece. Olvidé llevar la cámara, pero volveré otro día con ella y ya os enseñaré las fotos.

Después del castillo, nos vimos el museo, que parece especialmente dedicado a niños y nos pareció que debían de haber tenido algún tipo de programa de exposiciones para colegios, porque en cada vitrina había un objeto desconcertante y obviamente actual, siempre con una leyenda explicativa sobre que se supone que era y para que servía, probablemente incluídos como un modo de probar la capacidad de los niños para distinguir objetos del presente y del pasado. Por ejemplo, en una vitrina con utensilios y herramientas primitivos, habían metido una de esas máquinas para cortar, pulir, agujerear, etc., madera, absolútamente moderna y en cuya leyenda se podía leer que los hombres prehistóricos usaban muchas herramientas para la construcción de sus viviendas y armas como la allí expuesta. Era bastante gracioso, aunque así leído puede que os haya hecho bostezar.

Cuando terminamos con el museo, nos fuimos a buscar algo de comer, tras lo cual, junto con una breve siesta para hacer la digestión tumbado en un banco mientras yo leía, el Calvo propuso volver.

Madre mía, casi reviento. Ahora el camino era ligeramente inclinado casi todo el tiempo, y con el viento en contra (viento, eso era viento, y no brisa como se empeña en decir Bruka). Me paré un par de veces, porque estaba más roja que mejillón en escabeche y, además, el sillín y los baches me tenían la concusilla destrozada. Al final logré volver a casa, sudando a espuertas, dolorida, machacada y protestando continuamente, pero orgullosa de, tras menos de una semana usando la bici para ir "al cole", hubiese ido y vuelto en excursión a un pueblo a más de 12 millas de distancia.

Si fui capaz de eso con aquella mierda de bici, ¿qué no haré ahora con mi megabólido de propulsión a pedal con amortiguación especial para salvaguardar la delicada condición de mi malogrado trasero?

Besitos a todos,

Zirbêth.

Pd/La cantidad de millas es una exageración, debieron ser, en total, como unas 12. Pero os juro por mis siete hijos pelones que las viví como narro arriba.