viernes, septiembre 07, 2007

EL JUEGO

Aunque he tardado en decidirme, al final voy a coger el testigo de Aldebarán y a jugar este juego, aunque lo de pasárselo a otras personas me lo voy a saltar. El que quiera, ya sabe qué hacer.

- Cada jugador(a) comienza con un listado de 8 cosas sobre sí mismo.
- Tienen que escribir en su blog esas ocho cosas, junto con las reglas del juego.
- Tienen que seleccionar a 8 personas más para invitar a jugar, y anotar sus blogs/nombres.
- No olvides dejarles un comentario en sus blogs respectivos de que han sido invitad@s a participar, refiriendo al post de tu blog: "El Juego"


1. Me gustan los tacones. El problema es que tengo los pies muy delicados, así que no puedo usarlos sin pasar luego varios días con un dolor atroz de pies y a veces sin ser capaz ni de caminar. Durante años he dicho que no me gustaban, pero creo que en realidad lo decía porque sentía rabia por no poder usarlos. Tengo algunos zapatos de tacón, pero apenas me los pongo.

2. Tendencia a los tropezones. Por algún extraño motivo, al menos una vez al año, tropiezo y caigo al suelo cuan larga soy. Y soy bastante larga... Además, tiendo a repetir el modus operandi. Camino por la calle en invierno, las manos enguantadas y en los bolsillos, de tal modo que, al tropezar, no consigo parar la caída con las manos porque no consigo sacar las manos enguantadas a tiempo, y me doy de bruces con la cara en el suelo, aunque a veces he sacado las manos lo suficiente para, además, hacerme polvo la muñeca retorcida al alcanzar el suelo. Casi siempre, además, vuelo al menos un par de metros, con lo cual el impacto es aún mayor. La modalidad veraniega suele estar relacionada con las chanclas y sandalias: al subir un escalón, por ejemplo, no calculo bien la distancia y la suela del calzado choca con el borde del escalón, y allá va otra vez Zirbêth por el aire hasta hacer impacto. También parece que ese tipo de zapatos me vuelven propensa a pisar mal y que se me doble el tobillo y caerme (o casi). Eso sí, en verano consigo parar el golpe con las manos.

3. Trauma en la peluquería. De jovencilla, hasta los dieciseis años, antes de ser pelirroja, los veranos en la playa dejaban mi pelo de un rubio casi blanco en las capas superiores. Al finalizar el verano de los quince, hubo uno de esos acontecimientos familiares llamados bodas, así que mi madre me mandó a la peluquería. Para ahorrar unas pelas, y dado que sólo quería cortarme las puntas y ponerme flequillo, me fui a una escuela de peluqueros. Le indiqué lo que quería a la chica que me atendió, pero cuando llegó la hora de cortarme el flequillo, en vez de coger el mechón de pelo paralelo a la frente, agarró uno perpendicular, es decir, toda la capa superior de mi preciosa melena rubia, y la cortó dejándola de unos tres dedos de largo. Entonces, la profesora se acercó y remató la faena (léase putada) cortando el resto de mi pelo en capas a lo señorona de pueblo. Las lágrimas me recorrían toda la cara, la rabia me puso roja. Cuando terminó de cortarme y empezó a echarme laca para dejarlo bien cardado, ya no pude más. Le quité a la profesora el peine de la mano y me cepillé con furia para quitar todo resto del anticuado peinado hasta donde era posible. La profesora se enfadó, y trató de quitarme el peine y volver a su idea de dejarme como a una abuela. Eso fue el colmó. Balbuceando de pura furia, le arrebaté de nuevo el cepillo, me termine de despeinar el adefesio en que había convertido mi pelo y le canté las cuarenta. Fue la primera vez que me fui sin pagar de una peluquería.

3. La dieta sentimental. Cuando me enamoro en serio, adelgazo muchísimo. No sé que me ocurre, pero el estómago se me cierra y estoy en un extraño estado de frenesí y excitación que, supongo, quema muchísimas calorías. Cuando me enamoré de Carlos, con diecinueve años (creo), pasé en un par de meses de pesar sesenta kilos a pesar cincuenta y dos. Y cuando lo hice del inombrable, con veintinueve, pasé de sesenta y cinco a cincuenta y ocho en cosa de mes y medio. Es la única clase de ansiedad que me hace adelgazar. Con el resto, engordo. Aún así, creo que esta vez adelgazaré por la vía tradicional, es decir, ni idea...

4. De uñas. De pequeña, me dio por morderme las uñas. De echo, era capaz de moderme hasta las de los pies (aish, la elasticidad perdida). No sé por qué me dio por ahí. De todos modos, yo no me las mordía como Rebeca, mi compañera de clase. Ella se dejaba los dedos casi pelados. Me dabas una tirria. Yo sólo me las mordía hasta dejarlas a ras de dedo. Luego, me dio por morderme los padrastros, y hasta que Gerardo, a los 18, no me ayudó, no conseguí dejar de moderme las uñas. Ahora, por contraste, casi siempre las llevo largas. De hecho, muy largas. Larguíiiisimas. Las he llevado hasta anteayer, por ejemplo, de unos tres centímetros. Es más, me he acostumbrado a llevarlas largas, muy largas, larguísimas, y cuando por accidente se me rompe alguna y he de cortármelas, no doy pie con bola durante unos días. La superficie del dedo en la parte justo continua a la uña la tengo hipersensible, y me resulta muy desagradable tocar con ellos, así que mucho más aporrear el teclado. Necesito mis uñas. Son un signo de identidad, tanto como llevar el pelo largo. Las tengo duras, muy duras, y a mi me parecen preciosas. Es un milagro que tantos años de mordérmelas no las deformasen. Sólo tengo algo deformada la del índice de la mano derecha, pero no es de morderla, sino de escribir a mano. Tiene una ligera curva justo donde se apoya el bolígrafo. Adoro mis uñas, y rascan genial.

5. Colchas de verano. No me gustan las colchas de verano. Las encuentro incómodas, inútiles y tienden a acabar siempre por los suelos o hechas un gurruño al pie de la cama. Prefiero dormir sobre las sábanas y, de hacer frío, taparme con mi manta de campig, tan suavecita ella. Pero hubo una colcha de verano de la que me enamoré, hace ya mucho tiempo. Era una colcha de cama doble, blanca con flores en tonos verdes, azules y rosas, que pertenecía a mi ex-abuela (la madre de mi padrastro, más conocido en estos lares como El Capullo). Tenía un tacto suavísimo y era muy ligera. Era una delicia cubrirse con ella aquellas noche en que me permitían dormir en la terraza y de madrugada el relente del mar hacía que refrescase. Me hubiese gustado conservar conmigo esa colcha.

6. Cuestión de carácter. Aunque sea difícil de creer, pues mi carácter ha estado muy inestable los últimos años debido a que no estaba bien del todo nunca, tengo muy buen carácter. O eso me gusta pensar. La mayor parte del tiempo soy riesueña, con tendencia a la gamberrada y la broma tonta. Aunque de más joven era muy charlatana, ya no hablo tanto y creo que se me da bien escuchar a la gente, incluso aunque tiendo a caer en el egocentrismo nueve de cada diez veces y a pensar en como soy yo en esa circunstancia que me narran, y esas cosas. Pero a veces muedo sacar un mal genio de mucho cuidado, y hay determinadas cosas que me subleban. Me gustaría ser capaz de controlar ese mal genio muchas veces, es cierto, pero no menos cierto que me siento extrañamente orgullosa de ese genio mío que a veces deja a la gente descolocada, pero que me permite no sentirme víctima de detrminados abusos. Como, por ejemplo, lo de la peluquería que comentaba antes. Creo que es una cuestión de firmeza. Algo gritona, pero firmeza.

7. Caramelos. De pequeña, cuando alguien me regalaba una bolsa de caramelos, acababa con ella en un momento. Lo cual no significaba necesariamente que me los comiera. Al parecer, me dedicaba a abrirlos, chuparlos y descartarlos. "Este no me gusta... este no me gusta". Mi madre me cuenta que abría la bolsa, pelaba uno, lo chupaba y lo tiraba. Cogía el siguiente, lo abría, lo chupaba y lo tiraba. Y así hasta acabar con toda la bolsa, mientras murmuraba "este no me gusta". Menudo elemento...

8. Contradictorio. No soy muy fan de la originalidad. De algún modo, creo que tratar de ser original es meritorio, pero que la mayor parte de las veces la búsqueda de la originalidad es la búsqueda del mérito, y eso hace que pierda todo interés para mi. Hay gente a la que le salen "originalidades", pero la mayoría de las veces sólo buscan el prestigio que ser originales conlleva. No sé si me explico. Es un sentimiento extraño, lo reconozco. No me considero original (¿veis el egocentrismo del que hablaba?), pero a veces siento que doy con una pequeña chispa de ello, y me siento orgullosa. Pero, pese a rechazo a quienes buscan una forzada originalidad, me producen aún mayor antipatía quienes toman ideas ajenas y tratan de hacerlas pasar por propias. Por eso, últimamente no escribo sobre política. Me da la sensación de que, en realidad, estaría copiando las ideas de otros que, antes y mejor que yo, ya han expresado esos planteamiento que compartimos. No sé es raro. Me gustaría ser original, pero no forzarlo. Me gustaría expresar ciertas cosas, pero no hayo mi propio lenguaje para hacerlo y siento que, en realidad, copio. ¿No os parece algo contradictorio?

Zirbêth, explayándose.

1 Comments:

Blogger Aldebarán said...

No creo que te hayas extendido mucho Mas bien creo que yo he sido el parco.

No te imagino sublevándote. Tiemblo al hacerlo. ¡uf!

6:55 a. m.  

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