sábado, mayo 20, 2006

COMO AQUELLO

Con nueve años estuve en un campamento de verano en Doñana. Fueron quince días increibles que, no sé qué les costarían a mis padres, pero para mí no tienen precio. Aquel campamento tuvo mil aventuras y mil lugares mágicos, pero de algún modo lo que a mí más me impactó fue el camino a la playa y la playa misma.

Para llegar a la playa, tras una caminata cuya verdadera longitud me siento incapaz de determinar salvo en parámetros de sudor derramado, había que escalar una especie de duna enorme de arena clara y reflectante, donde te llenabas entero de arena. Ya en la cima, se abría ante ti un paisaje maravilloso y aparentemente interminable. El azul del mar contrastaba con la arena, a zonas clara, a zonas ocura, moteada del verde de las algas depositadas por la olas. Una torre derribada semisumergida le regalaba un aspecto dígno de las fantasías infantiles en que se desenvolvía mi vida y le prestaba aún más encanto a ese campamento (sin padres, tiendas de campaña, con mi primo adorado...).

En aquella playa, encontré además algo absolutamente fascinante. No sé si ese fenómeno tendrá un nombre concreto, seguramente sí, pero ya os digo que no lo sé. La playa, de kilómetros y kilómetros (cuarenta y dos, creo recordar), se extendía en línea descendente hacia el mar, pero esa cuestecilla descendente se veía interrumpida por una especie de vado: subía unos veinte centímetros, descendía unos cuarenta, volvía a subir y la cuesta descendente se reanudaba. Y ese espacio, de una extensión de unos dos metros, se convertía en un auténtico río cuando la marea subía primero llenándolo de agua, para abandonarlo después dejándolo lleno de agua. El agua, creo, debía renovarse, de manera que este canal se mantenía lleno de agua circulante, pero ligéramente más caliente que la del océano Atlántico de la que provenía.

Solía jugar allí, pero un día que estaba considerablemente llena, me tumbé a hacer el muerto. Y el agua empezó a arrastrarme. Me llevaba como si yo fuese un tronco en unos rápidos. La velocidad era enorme y, cuando me decidí a parar, estaba a una considerable distancia del resto del grupo. Imagino que, si me hubiese quedado allí, tal vez hubiese acabado junto a la desembocadura del río Guadalquivir. Hubiese recorrido toda la playa de Matalascañas de ese modo fascinante y ¡velocísimo!

Era muy agradable. Como ir en un coche líquido. Veía pasar las piernas de la gente a mi lado, las bubes en el cielo, las olas sonar cerca al romper... Y todo sin moverme, sólo tumbada flotando. Increible.

En un sueño reciente, la corriente de agua era el amor, y el fluir placentero como de un viaje era la vida misma. Así me gustaría que fuese mi próxima relación. Un fluir natural y misterioso en el que sumergirme y dejarme llevar hasta la desembocadura de la vida, feliz y tranquila.

Zirbêth.

3 Comments:

Blogger Erendis said...

mmmm, que bonita comparación, seguro que la suerte te acompaña ;)

un beso enorme guapetona

6:07 p. m.  
Blogger Baya de Oro said...

que potito y romaaaaaaaaaaantico, me ha encantado. Pero ten cuidado con los remolinos y las piedras en el fondo, que tarde o temprano aparecen ;)

un beso

Baya, corriente abajo

1:33 p. m.  
Blogger Eowyn Zirbêth said...

Súlë: mi beleño, si pretende que no lo corte para siempre y lo riegue con pis de gato reconcentrado para que no rebrote, va a tener que hacer un esfuercito y suavizar sus espinas. Lo de dar flores... bueno, si se empeña, claveles blancos, por favor. O clavelinas, que huelen más.

Baya: ya, esas las tengo más que caladas... a la brava. Pero tengo un flotador la mar de resistente: esperanza mezclada con ilusión. Seguro que tarde o temprano hayo con quien ir corriente abajo.

Erendis: ¿qué te digo a ti, mi niña preciosa? ¿Se puede hablar de negatividad al optimismo personificado?

11:23 p. m.  

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