miércoles, marzo 07, 2007

PENDIENTE

Llegar a clase a las ocho y media de la mañana suponía levantarse a las siete y pasar cuarenta minutos en la Vespino, congelándome. Bueno, era eso o levantarme a las seis para, tres autobuses más tarde, llegar a clase a las ocho menos diez (facultad cerrada), o no llegar. Es lo que tenía vivir en un inmundo pueblo a varios kilómetros de la ciudad. Pero, eh, era clase de Próximo Oriente Antiguo, y me encantaba. Creo que todas las asignaturas me gustaban. Mi vocación frustrada: Historia. Así que, al menos al principio, llegaba a clase siempre, fuese a la asignatura que fuese.

Aquella mañana llegué justita, cuando los mejores sitios estaban ya pillados, así que me apoltroné en una de las filas finales, junto a un radiador para aprovechar el calor y recuperar la sensibilidad de las manos, los pies y el culo (lo primero que se me enfría siempre y lo que más tarde en reaccionar después). Digo que me apoltroné porque, aprovechando que no tenía a nadie al lado, me repantingué, apoyando todo mi brazo derecho y, mientras escuchaba al profesor de turno, me dediqué a mirar por el enorme ventanal el todo y la nada del paisaje.

A los pocos minutos, cuando empezaba a desaparecer el cosquilleo fruto de la descongelación, alguien se sentó a mi lado. Lo supe por el ruído de la mochila al caer sobre la mesa, el fris fras del abrigo mientras se lo quitaba, y por eso que se siente cuando alguien invade nuestro espacio vital. No quedaba más remedio que adoptar una postura más civilizada, así que me incorporé de mala gana y me giré a ver quien era mi compañero de pupitre.

La escena debió ser así. Plano ligeramente picado que nos muestra dos personas sentadas que se dan la espalda, una pelirroja y otra rubia, ambas de cabello largo (la pelirroja más, claro). Como a cámara lenta, ambas cabezas se girán a la vez y, por primera vez, ambas personas se ven. Segundos de silencio y una especie de... ¡relámpago! cae del cielo e ilumina unos ojos como aguamarinas escoltados por unas pestañas rubias, todo en una piel blanco dorada que alcanzaba la perfección en unos labios deliciosamente rojos, jugosos y con un pendiente de plata justo en medio del labio inferior.

Me faltó la punta de un alfiler para arrancárselo de un mordisco allí mismo, delante de todos y sin mediar palabra. Pero encontré el suficiente autocontrol para limitarme a disimular la cara de "dioses-menudo-tío-pero-que-bueno-que-está" y sonreir en lo que, intenté, fuese una pose seductora. Creo recordar que él me miro un tanto perplejo y, seguro, con cara de medio dormido. Aish. Primer intento, fallido. Sobra decir que no me enteré de nada en la clase. Estaba yo en otra cosa...

Pero ese mismo día, en otra clase, mejor ubicados, surgió hacer un trabajo en grupo. Íbamos a ir a visitar unos restos arqueológicos y teníamos que responder un cuestionario y no sé qué más. Así, me las ingenié para formar grupo con él y con otros dos chicos más (si no recuerdo mal, que todo es posible que fuesemos más en el grupo). Así que, aquella tarde, quedamos todos en el piso del rubio de ojos cual laguna de isla del Pacífico.

La quedada fue para organizarnos, pero como eran las primeras semanas del curso, de primero para más señas, estábamos todos deseando conocer gente y hacer amigos, así que entre chuches y folios de apuntes fueron pasando las horas, y poco a poco, los miembros del grupo (yo era la única chica) se fueron reduciendo y, al final, me quedé a solas con el objeto de mi deseo. Y, ya con el campo libre, saqué la artillería pesada: una seguridad en mi misma que ya no tengo y unos nervios de acero en estas lides que también perdí por el camino. Bueno, y muuuuucho morro.

Mi ataque fue directo, más gestual que verbal (no imaginéis nada raro, que la cosa se reducía a miradas muy directas y movimientos lentos y calculados), y el pobre se puso muy nervioso y empezó a hablarme de su novia, de lo mucho que la quería y lo maja que era, y bla bla bla. Yo le dejaba hablar, mientras sentada en su cama, junto a él, me iba recostando apoyada en los codos, comiendo caramelos todo lo sensualmente posible. Al final, por fin, se quedó callado. Yo me levanté, cogí mis cosas y, antes de salir de su cuarto, le miré fijamente a los ojos y le dije "Todo eso está muy bien. Pero ahora mismo te mueres de ganas de besarme". Me miró con los ojos muy abiertos: "¿Y tú cómo lo sabes?", dijo. Entonces, me marché.

Al día siguiente, en el autobús, camino a la visita arqueológica, ya no me importó que toda la clase y los profesores fueran testigos. Le arranqué el pendiente del centro de su jugoso labio.

Zirbêth, rememorando otros tiempos.

3 Comments:

Blogger Aldebarán said...

Pues parece que fue ayer.

Parece que alguien está volviendo a ser cada día más ella misma. Me gusta.

4:38 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Aish.... leer esto ha sido como imaginarse a un Humprey Bogart pelirrojo ligándose a una Scarlett Johansson indefensa.

Por qué has dejado perder esa "fiereza"? Te habrian dado muchas calabazas pero... la cantidad de piercings que habrias arrancado qué? jajaja.

Un beso, fénix.

9:16 a. m.  
Blogger Ohdiosa said...

uuuaaaaa creo que esto supera mi historia, si yo le hubiese arrancado el piercing...le habría hecho un estropicio, pobrecito...

a mi me encanta la historia, pero no me hice la carrera porque por muy bonita que fuese...futuro = 0

aayyy qué estupendo es esto de rememorar viejos tiempos!!!

11:00 a. m.  

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