domingo, noviembre 14, 2004

MIEDO AL COMPROMISO

Adivinad de qué parte de la humanidad voy a hablar. Vale, voy a generalizar un ratito, que ya me toca.

En mis relaciones con el sexo pretendidamente fuerte, me he topado con una cantidad increible de sujetos que se piensan y repiensan lo que te van a decir para que luego no les puedas decir aquello de "pero tú dijistes...". No deja de ser una buena actitud de precaución, pero en el fondo es miedo al compromiso. Las palabras tienen mucho valor, es cierto, pero las usamos muy a menudo bajo estados emocionales subjetivos, momentáneos. Y aunque las usemos para sellar comtrantos, no siempre suponen un compromiso. Defiendo esta postura como parte de mi creencia en que hay que hablar, y mucho, para mejorar todos los aspectos de nuestra vida. Volviendo al planteamiento que hacía en un comentario a un comentario en el post de Educación y patriotismo, hay que hablar para poder saber que piensa el contrario, para hacerse escuchar, para dejar de ser contrarios y convertirnos en interlocutores, para buscar juntos soluciones en vez de enfrentarnos por asegurarnos de tener "la razón", aunque esa absurda posesión nos deje con el problema sin resolver o, peor aún, exponencialmente empeorado.

Pero lo que en una conversación sobre, digamos, política, puede fácilmente ser un quedar por encima del otro, en materias emocionales suele tratarse más bien de un quedar fuera del alcance del otro. De no pillarse los dedos, vamos. ¡Caramba, que los sentimientos no son cadenas! Que se puede hablar y hablar, decir te amo o te odio, y nada de eso es inmutable ni inapelable. El conservadurismo es, como en tantas facetas de la vida, una tendencia fuerte y bastante explicable: cuando algo nos va bien, queremos conservarlo, retenerlo con nosotros. Nos gusta comer todos los días, nos gusta tener cierta paz interior que depende en buena medida de conservar el empleo, de mantener nuestra seguridad en el hogar, etc.

La vida es agotadora. Exige estar alerta todo el tiempoluchar a cada minuto para que las cosas vayan bien o, a ser posible, mejor. Yo, por ejemplo, necesito tranquilidad y alguien a mí lado que me mime de vez en cuando y que me de cháchara interesante. Necesito escribir, leer, domir cuantas más horas mejor. De vez en cuando, de esa agotadora lucha, necesitamos un descanso. Por eso, a veces nos decidimos a hacer unas oposiciones, para tener un puesto fijo y dejar esa parte de la batalla atrás, aunque la guerra siga. Y nos buscamos una pareja, porque nos gusta dormir calentitos y tener compañía y cariño y otras muchas cosas.

Pero.

Pero una cosa es buscar una vida mejor y otra tratar de asegurarla mediante compromisos en todos los campos. Sin embargo, durante siglos y siglos, el ser humano, en especial la parte másculina de la humanidad, ha tratado de establecer compromisos que le aseguraran ciertas seguridades para poder sentirse a salvo. Cuanto más inseguro se es interiormente, más se necesita atar y rematar los compromisos. Más se pretende asentar modelos de comportamiento cerrados, relaciones cerradas, Estados cerrados. Y a las relaciones de pareja, como a los países, se los ha amurallado, afronterado y arancelado. Porque durante demasiado tiempo las relaciones de pareja se han visto reducidas demasiadas veces a eso, a contratos, a compromisos en papeles, de manera que obligaban a las partes a cumplir determinadas acciones o no acciones, como que la mujer fuese fiel para asegurarse que la descendencia era de verdad de la otra parte contratante. Y durante demasiado tiempo también, tratar de romper ese contrato fue imposible o equivalente a firmar otro "contrato" por el cual la sociedad podía llamarte ramera, no ayudarte, dejarte pasar hambre, quitarte a tus hijos o dejártelos sin ninguna ayuda y que pasaran hambre y vergüenzas por ser hijos de una mala madre...

Este tipo de compromisos no me extraña que den miedo, caramba. Pero afortunadamente para nosotros en este pedazo del mundo, eso está cambiando. Ahora, estamos llendo al otro lado de la balanza. Será el impulso, digo yo...

En serio. Los compromisos entre las personas pueden hacerse de dos modos (bueno, de más, pero déjenme que me refiera a estos dos modos): unión a la antigua y poco feliz usanza, contrato que compromete a las partes a estar juntas y que, de querer dejar de estarlo, les va a costar una pasta en el mejor de los casos y que, si sólo una quiere dejar de estarlo, la otra va a poder usar ese contrato para joderle vivo a poco que se lo proponga (¿verdad, mami?); asociación responsable de las partes, que si les apetece hacerlo con papeles allá ellos, pero que no es ni remotamente necesario.

Claro, el problema es que sin esos contratos, ¿cómo nos aseguramos mínimamente de que las partes contratantes cumplan sus responsabilidades? Porque si hay hijos de por medio, y la pareja se rompe, ¿quien se los queda, quien los mantiene, quien asume la responsabilidad? Y esto si que es triste, porque una cosa es la pareja y otra un hijo, y si bien el amor de pareja puede acabar y que cada uno tire por su lado, un hijo es otra responsabilidad distinta.

Tanto compromiso por escrito delata que el problema es una cuestión de falta de responsabilidad. Deberíamos tratar de educar personas responsables, en vez de gente dependiente de la ley, que la usan como escudo defensivo ante las agresiones o como modo de evitar los compromisos. Las leyes son necesarias, pero más necesario aún es enseñar a la gente a ser responsables de ellos mismos y de sus actos.

Pero se me ha ido la pinza y no he comentado lo que quería comentar. Voy a ello.

Si las personas fuésemos más responsables de nosotros mismos, incluiríamos entre esas responsabilidades la de nuestros propios sentimientos. En una relación, los sentimientos van cambiando, haciéndose más o menos profundos, las personas cambiamos constantemente y con ellos lo que valoramos y lo que necesitamos. Lo que hoy te hace feliz puede no hacerte feliz dentro de diez años. Lo que uno cree necesitar bajo la influencia de las carencias suele estar desgraciadamente magnificado como visto a través de una lupa, o peor, de un microscopio. Y puede llegar a obsesionarnos y a convertirse en razón de vivir. De esa fatal debilidad es de lo que hace su agosto el consumismo, ofreciéndote parches y más parches para esa necesidad no cubierta, muchas veces por no poder definirla del todo, con cosas y más cosas que, claro, a la larga (o no tan larga) se demuestran no necesarias de verdad. Que feo está aprovecharse de la debilidad ajena, y que gran negocio se ha hecho de ello.

Pero volvamos al campo de los sentimientos. Si yo digo te quiero a alguien, significa eso y simplemente eso. Es más que posible que ese sentimiento cambie, aumente o desaparezca. No es que no haya que ser cuidadosos con lo que se dice, pero tampoco hay que llegar a extremo de no decir nada para evitarse tener que dar explicaciones más tarde. Que los sentimientos cambien es lo más normal del mundo. Pero claro, para esa parte de nosotros condicionada a que hemos de conservar lo que nos hace felices y que podemos usar el peso de la ley, o del compromiso, para conseguirlo, las palabras se convierten con demasiada facilidad en ataduras, en vez de ser un medio de comunicación.

Decir lo que se siente es un placer, un privilegio. Es nuestra prerrogativa de seres con el don de la palabra. Eso sí, sin olvidar ser responsables. Decir te quiero no te ata para siempre. Como tampoco decir te odio. Lo que me parece una lástima es atar la lengua por miedo a un compromiso que no es tal

No sé si he logrado explicarme. Y no ha sido tan generalizado o topiquista como podria haber sido, ¿no?

Zirbêth.