martes, agosto 14, 2007

K.O. TÉCNICO

El miércoles pasado, y tras una noche de mal dormir por la inundación de mocos licuados que mi nariz padecía, me fui al médico. La doctora confirmó que tenía una gripe de campeonato y me recetó unos antigripales... de campeonato. Tiene sentido. "Cinco días bastarán", me dijo.

Aquella primera noche con lo prescrito fue algo menos mala. Tampoco dormí demasiado bien, pero como seguía hecha una fuente y recurriendo a cada poco al papel higiénico, pues tampoco le di importancia. Al día siguiente, me empecé Harry Potter, y aunque mi nariz se calmó, yo apenas dormí, devorándo página tras página. Cuando por fin apagué la luz y caí roque, a las dos horas y poco una especie de nervios nerviosos dentro de la rodilla izquierda me despertaron con muy malos modos. "Horror", pensé, pues ya me había pasado antes y a veces el único modo de deshacerme de ellos había sido montarme en la bici y acabar exahusta, darme una ducha, tomarme un vaso de leche y leer una buena media hora. Media noche, vamos. Pero ya no tengo bici estática, así que me veía saltando a la comba, o algo así. Menuda estampa: Zirbêth a las tres de la mañana quitándo furtivamente las cuerdas del tendedero, apartando muebles y dando saltitos sobre un charco viscoso de un sospechoso color verde pálido. No sin cierta resignación, cogí el libro otra vez y le di a la lectura un empujoncito de dos horas.

Cuando, dos noches más tarde, el déficit acumulado de sueño ya alcanzaba las siete horas, las ojeras me llegaban al ombligo y estaba sopesando seriamente cortarme la pierna izquierda, llegué a la siguiente conclusión: "El último de Harry Potter es la leche: hacía años que ningún libro me mantenía despierta e insomne, en un sinvivir (y un sindormir) por la emoción y la preocupación".

Al día siguiente, en un estado de paroxismo digno de la protagonista del más exagerado culebrón sudamericano, me terminé el dichoso libro: necesitaba saber qué iba a pasarle a Harry, Ron y Hermione... casi tanto como poder dormir, que ya eran cinco noches de nervios e insomnio. Conmocionada, atontolinada y agotada, me fui a la cama y agarré otro libro, pues por lo común leer es mi medio de invocar el sueño más efectivo (después de una ginnes). Tardé, sí, pero me dormí a la media hora de tratar de leer un libro que se empeñaba en estar en español cuando yo esperaba inglés, lo cual hacía que no me enterase de nada: "está mal escrito", me decía indignado mi cerebro. Cuando dos horas y poco me volví a despertar, la misma rodilla izquierda dando saltitos cual adolescente inglesa sobrexcitada, la teoría de la culpabilidad de Potter se desmoronó por su propio peso.

Fue entonces cuando, en esa especie de neblina mareante de peli de serie B que se supone expresa estados de sueño, premoción o colocón drogadicto, me fui al cajón y saqué el prospecto de los dichosos antigripales. Efectos secundarios: boca seca e insomnio. Insomnio de camponato, debía haber puesto. "Resignación atea", pensé para mí, fastidiada pero con cierto alivio, pues mi madre ya estaba preocupada ante la desalentadora perspectiva de un empeoramiento de "lo mío".

Por la mañana, se lo conté a mis padres* y patrocinadores y, tras tomarme el último antigripal del tratamiento, me fui a Madrid a hablar con el que será en breve mi nuevo jefe. Pasé el día allí, y celebré los felices acontecimientos con un paseo por las tiendas de telas, librerías y un cine. Cuando llegué a casa, pegajosa del calor y con las ojeras desbordando el corrector con filigranas propias de la natación sincronizada, le conté a mi madre las peripecias del día, traté de cenar algo y me fui a la cama. El sueño me venció por k.o técnico y, de no ser por el fontanero, en estos momentos yo seguiría durmiendo, con la ventana abierta y arruyada por el dulce escándalo de la excabadora que trabaja a cinco metros de mi ventana.

Zirbêth.

*Me cansa eso de decir "mi madre y su pareja".