martes, febrero 22, 2005

RECUERDO

Debía tener unos diez u once años, no estoy muy segura. Era verano, hacía mucho calor e iba con El Capullo en el coche creo que camino del complejo donde estaban la piscina, la tienda y el bar del Penal (el Penal de Puerto de Santa María, más conocido como Puerto II). No íbamos muy rápido, porque la velocidad en la urbanización estaba limitada, demasiados críos llendo y viniendo en total y feliz libertad (no deja de ser paradójico). Así que, al cruzarnos con un conocido que iba andando (o en bici, tal vez), El Capullo aminoró hasta parar y se puso a hablar con él. Conversación intrascendental, de esas destinadas a olvidarse sin más, pero no fue así.

Aquel vecino nos preguntó que si nos íbamos a la playa. Pregunta lógica, porque el asfalto se derretía y los humanos nos licuábamos a ojos vista*. El Capullo, para mi sorpresa, le dijo que sí, el vecino le felicitó por la decisión y juntos celebraron la promesa de las olas refrescantes. Cuando el coche empezó a moverse de nuevo y el señor se alejó, le pregunté qué si nos íbamos a la playa. Para mí que íbamos a comprar a la tienda y no llevábamos toallas ni ningún otro artefacto típico de un día playero. "No, no vamos a la playa", me contestó. "Entonces, ¿por qué le has dicho a él que sí?" me extrañé yo. No recuerdo con precisión su respuesta. Fue un "porque sí", o un "qué más da".

Con diez años, me pareció que aquello estaba muy mal. No veía la necesidad de mentir, no veía la necesidad de hacerme pensar a mí que íbamos a irnos a la playa. Me recuerdo muy callada, enfadada, aunque no supiese muy bien si el enfado se debía a algo más que a la decepción de no ir a la playa. Podría perfectamente haber imitado ese tipo de comportamiento, Haberme dedicado a mentir de vez en cuando como si, al hacerlo, estuviése complaciendo de manera retorcida las expectativas ajenas.

Pero no lo hice. No creo haberlo hecho nunca. O casi nunca.

Más tarde, he entendido lo que aquello significaba en verdad. Lo que trataba de conseguir. El Capullo, como tanta otra gente de Granada, está enfermo de una enfermedad muy fea y que no soporto y qe hace que cada día que me sé fuera de esa ciudad sea una fiesta. No todos los granadinos son así, pero sí que una amplia mayoría. Una ciudad tan hermosa y tan enferma, es un hecho muy triste.

Esa enfermedad es la envidia. Y la malafollá, de la que muchos habréis escuchado hablar, la famosa malafollá granaina, no es más que el efecto más visible de la envidia que corroe hasta los cimientos de esa ciudad. El Capullo es un claro exponente de lo que la envidia enquistada puede llegar a ser (aunque no es su única "virtud", que este hombre es muy completito).

No me sirve de consuelo el hecho de que, quien más padece los efectos de la envidia, es el propio envidioso. A mi me jodieron viva durante muchos años, cuando aún era demasiado vulnerable e ingenua para saber cómo protegerme de ella. Por eso, a Granada no pienso volver más que de visita. Y lo menos posible, la verdad. Ojalá la Alhambra se encontrase en algún otro punto de la geografía andaluza.

Zirbêth.

* No estoy segura de cómo es esa expresión, ¿alguien me lo dice?