jueves, noviembre 11, 2004

SENSIBILIDAD, ¿SIN SENTIDO?

Mi madre me ha contado que cuando era pequeña era una niña muy sensible: no se me podía gritar al regañarme, porque me impresionaba tanto que me desmallaba. Mi abuelo, su padre, me defendía incluso cuando me merecía el regaño, porque (y ahora me inflo hasta romper la camisa) era su nietecilla querida. Yo no recuerdo nada de los desmayos, aunque sí que recuerdo a mi abuelo mimándome y cuidando de mí. A mi madre, eso de que me defendiese siempre seguramente le sacaba de quicio, porque debía estar convirtiéndome en una malcriada. Sin embargo, yo creo que el efecto de esa consideración hacia mi linda personita y el hecho de que me hablase tanto, lo que produjo fue que me acostumbrara a que me dieran explicaciones por todo y para todo. A mí, eso de que me dieran una orden y esperar que la cumpliera sin más, no me funcionaba. Yo quería saber por qué, para qué, en lugar de qué... Debía ser un engorro para profesores y cuidadoras, eso de que un mico de cinco o seis años les estuviese pidiendo explicaciones y discutiéndoselo todo continuamente. Porque, como buena parte de mi infancia la pasé entre adultos, no sólo estuve bastante mimada, sino que las conversaciones que a mí alrededor hubo no eran para niños y las personas con las que jugaba hacía ya tiempo que habían dejado atrás la infancia. Yo jugaba con mis tíos y tías, que estaban todos en la adolescencia, y me leían cuentos de mayores, me enseñaban juegos de mayores y me llevaban a sitios de mayores, si no quedaba más remedio. Así, mi vocabulario no era precisamente el de una niña de mi edad, cosa que hoy en día choca menos por el efecto escuela incontrolada de la tele, pero por aquel entonces mi modo de hablar y contestar y meterme en las conversaciones de los mayores seguro que me hacían parecer una marisabidilla.

Me encantaba. No es que no disfrutara en los juegos con los niños de mi edad, es que cuando eres pequeño no hay nada más fascinante que el mundo de los mayores. Mis tías hacían figuritas de barro y las pintaban, escribían cuentos con letras primorosas, cosían y hacían trajes maravillosos, dibujaban rosas y otras cosas en las paredes. ¿A quien le importaba lo que mis compañeros de la guarde hicieran con la plastilina, si mis tías esculpían extraterrestres con arcilla y alfileres, mi abuela tejía jerseis y colchas con sus largas agujas sin mirar siquiera lo que hacía, si mi abuelo hacía crecer plantas maravillosas que daban frutos deliciosos? Disfrutaba de los niños y las niñas, pero cuando se podía hacer cosas chulas con ellos. Creo que ya en la guardería resaltaba por quedarme leyendo a mi bola (porque aprendí a leer con tres años, me enseñó mi abuelo), en vez de irme a saltar a la comba o a pegarme por el patio con las otras niñas (no recuerdo si era mixta la guardería).

Pero me pierdo. Aquellos desmayos, que pueden parecer una exageración mía, me cuentanque eran reales, que no eran fingidos. Y creo que fueron una pasada: mi sistema nervioso utilizaba una técnica sencillamente infalible para no pasar malos ratos. Es decir, me iba al suelo sin sentido, pero creo que mi sistema nervioso tenía muy buen "sentido" al hacerlo. Quien pudiera ahora, de mayor, cuando te viene alguien, no sé, un jefe jefazo, poner los ojos en blanco y caerte al suelo. Pero no, ahora utilizo un método acorde con mis dimensiones actuales y, supongo, también la edad. Mi genio y mis gritos son bastante conocidos. A veces me paso, sinceramente, pero jo, cómo disfruto. Y también es mucho más probable que, ante un mal rato, me entre una mala leche terrible antes que darme por llorar. Bueno, por lo general acabo llorando, pero antes, unos buenos gritos.

En fin, menos mal que no me abrí la cabeza en ninguna de esas desconexiones.

Zirbêth.