sábado, julio 10, 2004

LAS PERSONAS QUE NO HE SIDO (I)

Cuando tenía seis años, creo, mi madre me metió en un conservatorio. Mientras el curso iba avanzando y mi aprendizaje progresaba a muy buen ritmo, mi madre, sorprendida por mis buenas notas y los comentarios de mis profesores, empezó a ilusionarse y a ilusionarme con la idea de tratar de ser directora de orquesta. Por aquel entonces no había ninguna mujer en España que lo fuese y mi madre soñaba con su hija, ya mayor, convertida en pionera de la profesión. Cuando terminé ese primer curso, con la mejor nota de la clase y siendo la más pequeña (todos los demás tenían de ocho años para arriba), nos mudamos a El Puerto de Santa María. Y ese fue el fin de mis estudios de solfeo.

Al cabo de un tiempo, a la urbanización perdida en medio de ninguna parte en la que vivía, llegó un profesor de Judo. Debía tener entonces once años. Un año y medio más tarde, ya era cinturón naranja y mi profesor me preguntó que si quería pasarme a la clase de los mayores. Yo había dado un estirón en altura bastante significativo y creo que mis extremadamente largos brazos y pies y mi poca capacidad para controlarlos suponían una amenaza para los otros niños, que seguían teniendo una altura y coordinación motora aceptables. Un par de meses más tarde, hice el examen de verde y, aunque siempre me dieron mucho miedo los combates, mi técnica y dedicación hacían que mi profesor me mirase con respeto y cariño. Fue la única época de mi vida en que fui capaz de hacer flexiones de brazos colgada en una barra y en el suelo. Al mes de haberme sacado el verde, destinaron a mi profesor a otra provincia y se acabaron las clases de Judo.

Unos años más tarde, nos volvimos a mudar. Esta vez, en plena edad del pavo y siendo bastante tímida e insegura, mi madre me puso en contacto con la hija de una compañera de trabajo que estaba en un Grupo Scout. Gente genial con ganas de hacer cosas creativas y fuera de lo común, me sentí profundamente feliz. Y como todo era gracias al trabajo de los monitores voluntarios y de la ayuda de los padres, el ambiente era estupendo y ser parte de ello era como ser parte de una enorme familia. En seguida empecé a admirar a los monitores y a abrigar la esperanza de ser uno de ellos. Es más, cuando, otra vez, me mudé a una nueva ciudad, busqué en ella un grupo scout en el que meterme. Pese a una primera decepción, encontré un grupo, algo más tarde, en la que buscaban monitores y me metí de lleno en ello. Era la única monitora chica y resultaba duro, pero el esfuerzo estaba plenamente recompensado. Cuando entré apenas había siete niños, pero en unos meses ya casi teníamos veinticinco. Se acercaba el primer campamento de verano cuando, una noche tras una reunión de trabajo, tres nos fuimos a bailar y tomar algo en el recinto ferial. Una vez allí nos encontramos a varios conocidos y nos quedamos con ellos. Yo no bebía mucho y, en cualquier caso, no tenía un duro. Así que, cansada por la hora y viendo que mis compañeros se querían quedar, decidí volverme andando. Uno de ellos se ofreció a acompañarme cuando, tras muchos intentos, no lograron hacerme cambiar de opinión y esperar a que todos se fueran en coche y me llevasen. A las siete de la mañana sonó el teléfono: al volver de la feria en el coche, habían tenido un accidente y nuestro compañero había muerto (el otro chico estaba hecho polvo, pero vivo). En las siguientes semanas, con todo el dolor de nuestros corazones, seguimos con los preparativos del campamento de verano y con el propio campamento. En una reunión tras el campamento, una de las niñas vino llorando y me abrazó. Estaba inconsolable y me costó mucho sacarle lo que le ocurría. Por casualidad, había escuchado una conversación de los otros monitores: decían que si yo me hubiese quedado en la feria, aquel chico no habría muerto. La niña me miró y llorando, me dijo: “A lo mejor, si te hubieses quedado, os habríais matado los tres”. Fue mi penúltima reunión.

Algo más tarde, y en la misma ciudad, comencé a tratar de trabajar como modelo. Mi madre había sido modelo de pasarela cuando joven y yo siempre había querido ser tan hermosa y elegante como ella. Pero aunque participé en varios desfiles y se ganaba un dinerito muy rico, pronto llegué a la conclusión de que lo mío no era “estar ideal”.

Por la misma época, conseguí uno de mis primeros trabajos. Era camarera en un pub y mi jefe estaba encantado conmigo. Me pidió que fuese encargada de noche. Debía tener unos 19 años y fue la época de mi vida en que más salí de noche y más bebí. Me cansé pronto de los intentos de los compañeros de llevarme a la cama, de que me mirasen mal por hablarle al jefe como a una persona normal y no como a Dios o al Diablo, de que los clientes fuesen unos roñosos que rara vez dejaban propina.

Dejé el pub justo cuando empecé el curso de socorrismo. Durante años trabajé en verano de socorrista y cada año empezaba entusiasmada y terminaba aburrida como una ostra. En un momento determinado, me salió la oportunidad de dedicarme a ello de manera profesional, junto con clases de natación. Más o menos entonces mi piel decidió que había tenido sol suficiente y de sobra y se negó a pasar más de cinco minutos bajo su luz sin irritarse y llenarse de burbujitas.

(Continuará)

Zirbêth