lunes, junio 13, 2005

LA FUGA

Cuando vivía en Gerona, fui protagonista de dos "fugas". La dos motivadas por la misma razón, las dos muy seguidas y ambas con idénticos resultados: susto de mi madre, zurra y castigo sin ver los dibujos.

Después del cole tenía conservatorio. Estaba haciendo el preparatorio de solfeo. Salía del cole y me iba andando, con mis seis o siete años, no recuerdo bien la edad, hasta el conservatorio, que estaba a una distancia respetable, creo, aunque todo por la misma zona del casco antiguo. Yo vivía, si la memoria no me falla, en la Calle Clavería, muy cerquita de la catedral y de mi colegio, del cual ya no recuerdo el nombre, pero era a la vez colegio y asilo, y quedaba también relativamente cerca. Las calles eran empedradas, los vecinos colgaban las basuras en unos ganchos en las paredes y rociaban la zona con polvo de azufre, para evitar que las alimañas rompieran las bolsas en busca de comida. Las calles estaban muy limpias, al menos por contraste con las de Andalucía, donde luego viví muchos años. Entre la catedral y mi casa había una plazoleta en dos niveles, y el de arriba daba a la fachada de mi colegio, aunque al lado que pertenecía al asilo. Creo que el conservatorio quedaba en sentido opuesto a la catedral respecto de mi casa.

Pues bien, supongo que al salir del cole me distraería jugando y que esa sería la causa de que llegase tarde al conservatorio. Pero era muy vergonzosa y me aterraba la idea de entrar tarde en clase. Si os soy sincera, no sé muy bien si se debía a que nos regañaban si llegábamos tarde o si era más bien cosa de que verme centro de las miradas de toda la clase me aterraba. Era la más pequeña del curso y no le caía bien a algunas de las niñas, vaya usted a saber por qué.

Una de las veces que llegué tarde, me fui a casa de un amiguito del cole. No recuerdo su nombre (¿Salva, Lucas?), pero era un niño dulce y tímido, delgaducho y desgarbado, soñador como yo, solitario. En el cole se metían bastante con él, creo recordar que le llamaban mariquita, porque no se pegaba ni jugaba a cosas de niños. Le gustaba estar conmigo y otras niñas, que jugábamos en uno de los columpios del patio a que era una nave espacial, mientras que Domingo y su pandilla jugaban al balón, a las luchas y demás. Pues bien, este amiguito vivía justo frente al conservatorio, así que debí irme a su casa a pasar el tiempo de esa clase, para no ir a la mía y ganarme una regañina. Lo malo es que, claro, cuando dos críos de seis años se ponen a jugar, el tiempo como tal deja de contar. Es probable que su madre me preguntase si mi madre sabía donde estaba, y es aún más probable que yo le mintiese (es lo malo de las mentiras, que acaban generando muchas más, que se apilan en una desequilibrada columna que, tarde o temprano, se viene estrepitosamente abajo). Su madre nos dio la merienda, pan con chocolate (sí, este detalle lo recuerdo bien, es curioso) y me contó que cuando el curso anterior su hijo había faltado al cole por romperse un brazo, la razón había sido que los reyes le habían traído un disfraz de Superman y él había decidido que los poderes de Klarc Kent debían residir en el traje. Se había lanzado a volar desde la ventana. Menos mal que vivían en un piso muy bajo y eso fue todo lo que se hizo...

Debí llegar a casa muy tarde. En cualquier caso, ya había caído la noche. Mi madre estaba compresiblemente enfadada, preocupada y nerviosa. Me dio una zurra, probablemente de puro nervio, como me pasó a mí con mi hermana una vez (ya os lo contaré), más que por motivos pedagógicos. Recuerdo retorcerme para evitar que me diera en el trasero, llorar, patalear. Y, al final, me mandó a mi cuarto y me castigó sin ver la programación infantil del sábado (Paulova Pinchadiscos, que me encantaba, tal vez Mazinguer Z o Comando G).

Menudo disgusto le di a mi madre cuando, creo que a la semana siguiente, repetí la fuga. Pero eso, os lo contaré otro día.

Zirbêth.