miércoles, noviembre 17, 2004

YA APUNTABA MANERAS

Gonzalo, en uno de sus Pliegos, me ha hecho evocar un recuerdo infantil.

Estaba repitiendo segundo de párvulos, así que debía rondar los cinco años. Me hicieron repetir porque no tenía la edad para entrar a Primero, aunque puede que en parte también porque yo acababa de llegar a Gerona y pensaron que aprender catalán hablado antes que escrito me vendría bien. No sé, se me acaba de ocurrir.

Yo comía en el comedor del colegio, unas habitaciones sin ventanas donde nos sentábamos en mesas que para muchos eran demasiado pequeñas. Un aula que recuerdo oscura, amarillenta por la luz de las bombillas. Mi colegio era de monjas y era, además, un asilo de mayores. Era un edificio enorme y precioso, aunque apenas sería capaz de describir dos o tres sitios, pues no guardo memoria de su arquitectura, solo impresiones estéticas. El caso es que nos hacían formar una fila para entrar al comedor, y ese día yo necesitaba ir al baño.

Yo era una niña muy buena, muy charlatana pero muy buena, porque mis juegos eran tranquilos y de imaginar, me podía pasar horas dibujando o haciendo muñecos de plastilina y era, supongo que por haber repetido y por aquello de que mi abuelo me había enseñado a leer con tres años, de las más aplicadas. Me recuerdo disfrutando muchísimo del cole, como una loca. Pero, ay, las monjas tenían sus "manías", y una de ellas era no cambiar sus planes, así que si tocaba hacer cola para entrar a comer, no te dejaban ir al baño. Me moría de ganas de ir al baño, me hacía un pis enooooooorme.

Pedí permiso, me dijeron que no. Volví a pedir permiso, negativa por respuesta. Se me saltaban las lágrimas, y pedí permiso de nuevo. Ya no podía parar de moverme en la fila. Me regañaron por insistir y por moverme tanto. Se me cortaron las lágrimas y me sentí invadida por una rabia fruto de la sensación de injusticia que debió colorearme las mejillas de un rojo virulento. Miré a la monja y le dije, muy seria: "O me deja ir al servicio o lo hago aquí mismo." Debió contestarme algo así como que no dijera tonterías y volvió a no dejarme ir. "Muy bien", dije yo. Y cumplí mi amenaza.

Cumplí mi amenaza. Sin sentir el más mínimo embarazo, la más mínima culpa ni vergüenza. Se armó un revuelo enorme, me regañaron y discutieron entre ellas y, finalmente, llamaron a mi casa. Recuerdo la cara de satisfacción de la monja diciéndome "Verás cuando tu madre se entere de lo que has hecho". Pero yo estaba muy tranquila y, como imaginaréis, bastante relajada. Me molestaba estar mojada, pero como teníamos babi de cuerpo entero, me quité lo mojado y me quedé semidesnudita debajo de mi babi de cuadros azules.

Cuando mi madre vino por mí, unos quince minutos más tarde porque vivíamos muy cerca, la monja me tenía de la mano con cierto gesto en la cara, mitad satisfacción, mitad asco, que le duró lo que mi madre tardó en alcanzarnos a ambas. Porque en cuanto lo hizo, tras darme un beso y preguntarme cómo estaba, le cantó las cuarenta a la monja. Os podéis imaginar más o menos lo que le dijo: qué era una vergüenza, que cómo podían tratar así a una niña de cinco años, que eso era un colegio, no el servicio militar o la guerra y nosotros niños, no adultos y...

Mi madre, aún muy enfadada, me cogió de la mano y me llevó a casa. Nunca más me prohibieron ir al baño, ni a mí, ni a ningún otro niño.

Zirbêth.