jueves, noviembre 25, 2004

RECUERDO TRAUMÁTICO

Una experiencia traumática puede llevarnos a un olvido terapéutico. Puede que no volvamos jamás a devolver a la memoria ese recuerdo perdido, pero también es muy posible que algún acontecimiento lo haga saltar al primer plano de nuestra existencia. En el caso al que me refiero, lo que no consigo recordar en este momento es cual fue ese acontecimiento que me devolvió ese retazo de mi vida poco agradable.

Vivía en Gerona, muy cerca de la catedral, tal vez el nombre de la calle fuese Clavel, pero tal vez mi memoria no sea muy de fiar, pues debía contar con unos cinco o seis años. Habitaba con mi madre y su novio (el Capullo ya mencionado, cuando todavía sólo era un capullo amateur y sus técnicas de maltrato psicológico no estaban demasiado desarrolladas) en el tercer piso, y ático, de un bloque pequeño de apartamentos. En la misma calle había un edificio que, no me hagáis mucho caso, creo que había sido un convento. En alguna fecha olvidada, empezaron a demolerlo y aquello se convirtió en una fiesta para los niños del barrio. Cada día desaparecía una sección del edificio, y nosotros aprovechábamos los fines de semana para explorar las interesantísimas ruinas que iban quedando. En uno de los agujeros que exploramos, dimos con una habitación llena de escombros en la que debió de haber habido una sala de costura o algo similar, y había botes llenos de botones, bobinas de hilo y demás útiles de costura. Menudo descubrimiento, os haréis una idea. Supongo que, si nuestros padres hubieran sabido de nuestras exploraciones, le hubiera dado un síncope, pues quién sabe si pudiese haber habido algún desprendimiento que nos accidentara a alguno de los avezados exploradores. Pero no se enteraron, imagino.

El caso es que, uno de los días en que estábamos explorando, se nos unió un chico mayor que se dedicó a ayudarnos a subir y bajar de muros, paredes y escaleras a medio desmoronarse. Fue el día que indagamos por los lugares más remotos de aquella fortaleza imaginaria en ruinas (lavabos y cocinas, nada apasionante en sí mismo, la verdad). El caso es que, en el segundo o tercer empujón, la mano del chico me impulsó tomando como base mi trasero. En fin, no se lo tuve en cuenta, pues podría haber sido un desliz o un mal cálculo, a fin de cuentas él estaba sobre cascotes y su posición no era muy firme. Pero la siguiente vez que hizo lo mismo, me escamé. Eso sí, como se puede escamar una niña que se lo está pasando divinamente y que, como está rodeada de los demás niños de la pandilla, pues no se preocupa demasiado. Conociéndome, probablemente le solté algo al respecto. El caso es que ya no se volvió a repetir en el resto del día de aventuras.

No sé si habría anochecido, no recuerdo la época del año, aunque dudo mucho que fuese verano, pues los veranos los pasaba casi siempre íntegros con los abuelos. El caso es que nos fuimos separando y al final sólo quedamos Oscar, que vivía en la la puerta de enfrente a la mía, en el mismo edificio, y el chico mayor, que nos acompañó a casa. ¿Estaría ya con la mosca tras la oreja? Quien sabe, no tengo ni idea. El caso es que no contento con acompañarnos al portal, se empeñó en subir con nosotros hasta el tercer piso. Oscar iba delante, varios peldaños delante, yo detrás, hablando con el chico aquel, que me seguía. En un momento dado, me hizo parar cogiéndome de la muñeca y, a continuación, me metió la mano bajo la falda y trató de pasar de las bragitas.

Mi madre me había comprado un libro ilustrado que se llamaba ¿De donde venimos?, que explicaba todo acerca del sexo y la reproducción, y otro que se llamaba ¿Qué me está pasando?, sobre los cambios de niño a adulto y todo lo que conllevaban. Ni que decir tiene que me los sabía de memoria, porque el sexo me llamaba mucho la atención, ya que me había dado perfecta cuenta de que niños y niñas éramos diferentes y de que tocarse unos a otros daba mucho gustito. Las cuestiones que los libros no aclaraban, se las preguntaba a mí madre y ella, con total tranquilidad y naturalidad, me las explicaba.

Así que, cuando aquel chico me metió mano, porque eso es lo que hizo y no hay que andarse con florituras, no me cupo ninguna duda de que aquello era un abuso y, para su sorpresa, porque seguro que me imaginaba totalmente ingenua al respecto, me giré y le arreé una patada en el pecho que hizo que me soltara, momento que aproveché para salir corriendo escaleras arriba llamando a Oscar y gritándole ¡Mi papá es policía y te va a meter en la cárcel por meterme mano! (sí, conocía la expresión ya, al igual que era muy consciente de estar mintiendo en lo que respectaba a la profesión de mi "padre"). Le oí correr escaleras abajo y yo me metí en casa.

No tengo ni idea de si le conté eso a mí madre, pero sí que tengo vaga memoria de sentirme mal por lo que había pasado, vergüenza y rabia. ¿Me sentí cúlpable? No lo sé, pero me cuesta imaginarme sintiendo culpa, siendo como era ya entonces atéa y, en general, por mi relación con sentimiento tan destructivo cuando se vincula con esa palabra que sería tan sabrosa sólo con una letra más: pecado.

Bueno, pues esto estuvo oculto en mi mente durante años y años, hasta que un día lo recordé con precisión abrumadora, tanto en cuanto a imágenes como en cuanto a sentimientos y sensaciones. Cuando se me pasó esa primera sorpresa y la consternación que lo acompañó, ¿sabéis qué fue lo que sentí?

Me sentí muy orgullosa de mí misma, de cómo reaccioné aún siendo tan pequeña en aquel momento. Y me reconocí a mí misma, la Zirbêth que era y soy, y que parece ser que siempre fuí. Le tengo que dar las gracias a mí madre y a todos los que me enseñaran a distinguir tan claramente cuando el enfrentarse a alguien es necesario, cuando hay que defenderse de las agresiones, sean del tipo que sean. Y a distinguir la diferencia que hay entre defenderse y atacar, es decir, entre usar la violencia cuando es necesaria, y nunca, nunca, hacerlo para abusar de otros, o gratuítamente.

Odyseo me ha hecho recordar esta "aventura" al escribir en su último blog sobre la pedofília y sus víctimas. Yo he sentido que compartir esta experiencia puede ayudar a alguien en algún momento. Y que, ¡qué balrogs!, hay que hablar de estas cosas para evitar el riesgo de culpar a quien no se debe e ignorar a los malvados, dejándoles seguir con sus ultrajes. Aquel chico tenía dieciseis años. Tan sólo, era un crío. Y sin embargo ya se estaba convirtiendo en un pedófilo. ¿Habría sido víctima él también de esos abusos? Tal vez, pero no debemos olvidar que esa puede ser una razón, pero no una excusa.

Zirbêth.