sábado, octubre 02, 2004

RELATO CORTO

LIBERACIÓN

Llegó a casa antes de lo normal, porque un profesor había faltado y no le apetecía quedarse en la calle pasando frío para hablar de lo de siempre con los amigos. Las luces estaban apagadas y una rápida inspección bastó para confirmar que estaba sola.

Volvió a la puerta de entrada y echó el pestillo. Se quedó un instante observando la puerta, como si no estuviese segura de algo. Miró alrededor unos segundos, buscando algo. Un momento después estaba empujando la enorme cómoda de la entrada y, tras varios forcejeos, la dejó bloqueando la puerta. Pero no le pareció suficiente, así que empujó también el sofá de tres plazas, un macetero de piedra muy pesado y se dedicó a llenarlo todo de libros, los más gordos, las enciclopedias y los manuales de derecho de su padre. Después, como colofón, sacó todas las figuritas de cerámica de la casa y las colocó por encima de su montaña de estorbos. Y las copas de champaña que la novia de su hermano había traído como regalo de un viaje a Italia. Hizo una pirámide con ellas y las llenó de cocacola.

Miró su obra con complacencia. Luego, se acercó al equipo de música del salón y lo puso a todo volumen, encendió también la tele, las radios despertadores del cuarto de su hermana y de sus padres. Descolgó uno por uno los cuadros de la casa y los metió en la bañera, puso el tapón y abrió en grifo de la caliente. Se fue luego a su propio dormitorio y sacó de la bolsa protectora su vestido de comunión, que su madre guardaba para su hermana pequeña, y lo extendió en la mesa de la cocina. Del baño trajo el neceser de las pinturas e intentó iniciarse en la pintura abstracta y el cubismo al mismo tiempo. Como el resultado no le convenció, antes de dejar que las diferentes texturas se secaran, con un martillo colgó el vestido con la cara pintada contra la pared del pasillo y con ayuda de la fregona hizo una impresión en la misma. Frotó con tanto ímpetu, que acabó arrancando el vestido de donde lo había clavado y siguió extendiendo la pintura al ritmo de la música.

Cuando la canción acabó, dejó caer la fregona y el vestido y se fue a la cocina, sacó del cajón el cuchillo jamonero y se fue a la habitación de su hermana. Buscó en el armario las medias y las fue poniendo en las cabezas de los peluches, una a una. Luego, los fue destripando en el mismo orden con el cuchillo y derramó la laca de uñas del tocador para que pareciese la sangre. Eso sí, sangre rosa, blanco nacarado, azul... Les arrancó los ojos a todas las fotos que encontró por la casa, y los dejó pinchados en un alfiler en el pan de la panera. Del mueble de los zapatos sacó cogió uno de cada par y los metió en la lavadora. Con lejía, por supuesto.

Le entró hambre, así que se preparó un colacao y unas tostadas y se sentó a tomarlo mientras escuchaba como los zapatos daban golpes en el bombo metálico de la lavadora. Cuando terminó, fregó lo que había ensuciado y el resto de los platos que encontró en el fregadero. Luego, como se sentía un poco cansada, se fue a su cuarto, se puso el pijama, unos tapones de las orejas y se echó a leer. Debió quedarse profundamente dormida, porque sólo se despertó cuando la agitaron fuertemente. Pese a los tapones en los oídos, podía escuchar los gritos de su padre, sentir las lágrimas no vertidas aporreando las pupilas de su madre. Veía pasar a su hermana por el pasillo muy agitada, hablando por el móvil y haciendo aspavientos. De un brazo la sacaron de la cama, y al tocar el suelo se le empaparon los calcetines. A rastras la llevaron al salón. Se clavó un cristal en el pie, de alguna de las figurillas o copas que para echar la puerta abajo habían roto, pero no dijo nada. Zarandeándola, la llevaron por la casa, como para enseñarle los destrozos. “Que absurdo”, pensó, “yo ya lo he visto todo”.

Más tarde, en el hospital, mientras le sacaban el cristal del pie y le daban un tranquilizante a su padre, que seguía rojo de ira y tenía la tensión por las nubes, su madre hablaba con el psiquiatra del centro, acompañando con gestos de las manos y los brazos la narración de lo ocurrido. Su padre se unió a ellos y entonces, el enfermero la miró y le preguntó, sonriendo tímidamente:

- Pero, ¿qué ha pasado?

Ella le miro con curiosidad y le devolvió la sonrisa.

- Quiero decir, ¿por qué lo has hecho?
- Eres muy amable. De hecho, eres la primera persona que me lo ha preguntado. Muchas gracias, por eso y por sacarme el cristal, me molestaba mucho.

Y, volviendo a sonreírle, se echó para atrás en la camilla y le pidió:

- ¿Tenéis algo de leer aquí?

Zirbêth