miércoles, marzo 03, 2010

SAMARKANDA

Todo empezó con Constantinopla, en realidad. La realidad, por supuesto, tiene muy poco que ver aquí. En cambio, sí que tiene que ver con la fotografía.

L., una buena mañana, de esas mañanas en que estoy medio dormida y no me entero de nada, manuseó su correo. Allí, entre cartas de clientes y más cartas de clientes, la copiosa correspondencia empresarial (tres o cuatro facturas y varios cientos de kilos de extractos bancarios) estaba Constantinopla. Moreno, delgado y sonriente, incitaba a quien le mirase a ir a comer en cierto restaurante de comida pseudosana. No sé si tuvo éxito como campaña consumista, pero la susodicha foto pasó a estar colgada de la pantalla del ordenador de L., a llamarse Constantinopla y a ser su "novio". Todo coña, por supuesto. Si no fuese porque...

Unas semanas después, llaman la puerta de la ofi y un amable señor (supongo, porque no abrí la puerta yo) aparece con un precioso ramo de flores blancas (no recuerdo cuales) para L., quien se puso roja como rara vez la he visto. Pese a tosdas las bromas y chanzas, todos nos alegramos mucho por ella y su nueva relación. Y no me refiero a Constantinopla, claro está.

Pasó la Navidad, pasaron las vacaciones y llegó el horrible mes de enero y sus cierres de año, impuestos trimestrales, impuestos anuales, aperturas de año, y un buen puñado de interminables audotirías e inspecciones. La poagre, vamos. Y con todo ello, el fin de una era, o poco menos. Y el principio de otra. Porque, un buen día, con las cartas de las empresas (las tres o cuatro facturas y los quinientos kilos de extractos bancarios de costumbre) llegó a la oficina el esplendoroso Samarkanda. Moreno, atlético y sonriente Samarkanda. Morenazo de bandera que acabó colgando del calendario colgante que cuelga de mi monitor. Está más bueno que Constantinopla, la verdad, pero también es como más corporativo, con su traje de chaqueta y su apostura blanquecinamente sonriente. Sobre fondo rojo. El nombre, se lo puso E., que estuvo muy acertado ese día. Y es que, ¿acaso sólo L. iba a poder tener un colgante novio fotográfico? Yo también tenía derecho, leñe.

Unas semanas más tarde, un chico delgaducho, pelilargo y blancurrio me propuso hablar de literatura y cine en persona, y al proponérmelo me puse roja como un tomate relleno de salmonete y coronado de fresones sobre una base de rabanillos con sobrasada. Menos mal que nadie me vio, o nadie con capacidad de contarlo luego, que es una manera enrevesada de decir que los gatos no cuentan.

Al día siguiente me planté en su trabajo para concretar. De lo cual él dedujo que me gustaba. Es un lince.

Por supuesto, a los pocos días ya se sabía en la oficina que la nena había triunfado. Es lo que tiene que te hagan un par de chupones y ser visualmente feliz (más que de costumbre). De repente, Constantinopla y Samarkanda pasaron de ser novios fotográficos de broma a efectivísimos amuletos consiguenovios, que ríase usted de San Antonio, la fuente de los siete caños de la gruta de la virgen Covadonga y demás recursos cristianos al uso.

Y si no, pregunten a J. cuánto tardó en buscarse un mozo al que bautizar con un exótico nombre de ciudad exotica y colgarlo del monitor de su ordenador.

Zirbêth.

4 Comments:

Blogger Peloxo G said...

El susodicho mozo, de origen ruso, se llama Harkoff.
Sigo esperando ver los efectos, aún es pronto para saberlo.
Os mantengo informados.

PD: Eran tulipanes blancos

9:13 p. m.  
Blogger Peloxo G said...

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

9:14 p. m.  
Blogger Aldebarán said...

uf! has regresado y no lo digo porque escribas acá sino por el tono con que lo haces.

Estás de vuelta. ¡Bravo!

5:39 a. m.  
Blogger Eowyn Zirbêth said...

Eso parece, Aldebarán, eso parece...

10:09 p. m.  

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