sábado, julio 17, 2004

EMPEZANDO LA CASA POR EL TEJADO

Siempre me ha maravillado como algunas mujeres se levantan antes que nadie y preparan el desayuno a sus familias, los despiertan amorosamente y llevan a los niños al colegio a la vez que preparan la ropa del marido, que se tiene que ir a trabajar justo al mismo tiempo. Cuando vuelven, dejan la casa impecable y como si allí no viviera nadie, en menos que canta un gallo, hacen las compras, ajustando la economía a la peseta pero sin permitir que nadie se quede sin su plato favorito, e incluso logrando ahorrar algo porque pronto será el cumpleaños del pequeño. Cuando llegan los demás de la calle, la comida está en la mesa y antes de que acaben ya están terminando de recoger la cocina. Como si estuvieran recién levantadas, emprenden la jornada de tarde con los críos, las ropas, los imprevistos, y aún encuentran tiempo para pasar un rato viendo la tele o acompañar a su marido a cualquier compromiso de trabajo o, simplemente, a dar un paseo.

Por lo general no trabajan fuera de casa, y así pueden dedicar algo de tiempo a hacer las cosas que realmente les gustan. Pero a veces la situación económica lo exige y tienen, además, que salir a desempeñar otro trabajo fuera. 
  
Pese a todo, siguen llevando casi siempre ellas solas el peso de la casa, de la educación de los hijos, de los temas médicos, del presupuesto del mes y, además, cuidan de su madre, que está enferma y vive sola. 
  
Conozco ya varios casos de este tipo. Y me asombra muchísimo la capacidad que tienen para llevar tanto peso ellas solas. Algunas son afortunadas y sus maridos e hijos empiezan a ayudar en casa y a valorar el trabajo que ellas realizan. Pero son las menos. 

Por un lado está lo de siempre. Que el hombre ha tenido a la mujer relegada a los trabajos caseros y a la cría de los hijos, dejándola a un lado en lo que a toma de decisiones se refería, y encerrada en casa como si de una posesión más se tratara. No me voy a extender en detalles. Pero por otro lado esta el cómo la mujer, a lo largo del tiempo, ha ido haciendo de este hecho su modo de vida. ¡Que remedio!. La buena esposa era la que desempeñaba todo lo anterior sin sacar de quicio a su esposo con menudencias y problemas propios del sexo débil. La comunicación entre hombre y mujer ha sido tan difícil como pueda serlo para un zulú y un noruego. A menudo pienso que todo esto se ha producido porque el hombre en general y a lo largo del tiempo ha venido padeciendo de un profundo problema de ego, un serio complejo de inferioridad, y en el fondo el relegar a la mujer a la casa y la crianza no ha sido más que un mal zurcido para evitar que al comparar, en igualdad de oportunidades, se viera perfectamente y a las claras que eso que siempre se empeñan en conseguir (demostrar que son superiores) no era más que una falacia. 
  
Pero análisis psicológicos superficiales a parte, lo cierto es que la mujer ha consolidado su puesto en la familia de manera que ésta esté perdida sin ella. El hombre domina fuera porque no tiene que preocuparse de la intendencia, y puede tener hijos porque ella los cuida mientras él mantiene su posición. Y la mujer lo sabe, no ya tanto de un modo consciente, sino asumido como una parte más de su naturaleza. Por eso, en la lucha por cambiar la sociedad actual por otra que trate con igualdad a hombres y mujeres, uno de los principales obstáculos con los que nos encontramos es la propia reticencia de las mujeres a perder su relativamente cómodo estatus y la seguridad que ha conllevado (sí, relativa) el mismo. ¿Cómo va a ser eso de que los hombres se encarguen de la casa y de los niños y a la vez trabajen? ¡Que barbaridad! Traduciendo: ¿cómo les vamos a enseñar a ser autosuficientes y a arriesgarnos a perder nuestro puesto de trabajo habitual?, ¿cómo vamos a arriesgarnos a dejar de ser imprescindibles, teniendo en cuenta que ellos aún no nos permiten hacer otra cosa y que, además, cuando no les seamos necesarias para esos menesteres, nos darán la proverbial patada en el trasero? 
  
Y es muy normal que piensen así, puesto que han sido muchos siglos durante los cuales la mujer que salía de casa era automáticamente desprestigiada y desterrada de la llamada buena sociedad y, aparte de que las profesiones a las que podía acceder eran muy limitadas, tenía que renunciar a aspirar siquiera a casarse y tener una familia normal. 
  
Por otro lado, el hombre busca dos cosas en el trabajo que desempeña: prestigio y dinero. Ya hemos visto que el trabajo doméstico es todo menos prestigioso. El prestigio, en la mayor parte de los casos, y más en la sociedad de consumo, lo da el dinero. Médicos, abogados, ingenieros, etc., son valorados no ya por el trabajo que en si desempeñan, sino por lo bien remunerado que éste esté. En esta linea, si logramos que el trabajo doméstico sea un trabajo bien pagado, probablemente su condición de desprestigio cambie y empiece a considerarse como una profesión seria y, por tanto, para la que se exija una formación desde los primeros años escolares. Cuando el hombre observe como posibilidad laboral la limpieza, la educación de los niños, el habituallamiento y mantenimiento del entorno doméstico, probablemente estaremos en el buen camino para deshacernos de la carga sexista de servidumbre que éste conlleva. 
  
Cuando desde la escuela, al igual que se imparten las matemáticas, la lengua, el dibujo, etc., se empiece a enseñar como organizar la economía del hogar, como llevar una dieta equilibrada, completa y adecuada a cada edad, como cocinar, planchar, y así con todo lo que conlleva mantener satisfechas las necesidades de todos los miembros del entorno doméstico, podremos ir cambiando el resto de las actitudes sexistas que mantienen a la mujer en un segundo plano social respecto al hombre. Empezando por el uso del leguaje y terminando por todos esos otros detalles  a los que Enguita se refiere en su libro "La escuela a Examen". 
  
Así, desempeñando la escuela dicha labor educativa, la mujer podrá dedicarse a su profesión si así lo desea, y desarrollarla con plenitud tanto en el ámbito personal como en cuanto a rendimiento, competitividad y productividad, equiparándose, finalmente, al hombre. Y todo ésto sin que deban renunciar a proporcionar a sus hijos una buena formación en el campo de las actividades cotidianas más importantes.
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Esto lo escribí hace años, cuando estudiaba magisterio. Lo dejo aquí como prueba de que no pasé todo el tiempo en aquella librería de cómics. De verdad, mami.
 
Zirbêth