viernes, octubre 08, 2004

UN AGUJERO EN EL FONDO

Estoy leyendo El valor de educar, de Fernando Savater (ya sé, soy una pesada). Y vuelvo a tener ese subidón de adrenalina de leer cómo él sí sabe expresar adecuadamente eso que yo sólo sé de manera intuitiva y que no he llegado a poner en palabras, es decir, a hacerlo real.
En la familia las cosas se aprenden de un modo bastante distinto a como luego tiene lugar el aprendizaje escolar: el clima familiar está recalentado de afectividad, apenas existen barreras distanciadoras entre los parientes que conviven juntos y la enseñanza se apoya más en el contagio y en la seducción que en lecciones objetivamente estructuradas. Del abigarrado y con frecuencia hostil mundo exterior el niño puede refugiarse en la familia, pero de la familia misma ya no hay escape posible, salvo a costa de un desgarramiento traumático que en los primeros años prácticamente nadie es capaz de permitirse. El aprendizaje familiar tiene pues como trasfondo el más eficaz de los instrumentos de coacción: la amenaza de perder el cariño de aquellos seres sin los que uno no sabe aún cómo sobrevivir. Desde la más tierna infancia, la principal motivación de nuestras actitudes sociales no es el deseo de ser amado (pese a que éste tanto nos condiciona también) ni tampoco el ansia de amar (que sólo nos seduce en nuestros mejores momentos) sino el miedo a dejar de ser amado por quienes más cuentan para nosotros en cada momento de la vida, los padres al principio, los compañeros luego, amantes más tarde, conciudadanos, colegas, hijos, nietos... hasta las enfermeras del asilo o figuras equivalentes en la última etapa de la existencia. El afán de poder, de notoriedad y sobre todo de dinero no son más que paliativos sobrecogidos y anhelosos contra la incertidumbre del amor, intentos de protegernos frente al desamparo en que su eventual pérdida nos sumiría. Por eso afirmaba Goethe que da más fuerza saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor, cuando existe, nos hace invulnerables. Es en el nido familiar, cuando éste funciona con la debida eficacia, donde uno paladea por primera y quizá última vez la sensación reconfortante de esta invulnerabilidad. Por eso los niños felices nunca se restablecen totalmente de su infancia y aspiran durante el resto de su vida a recobrar como sea su fugaz divinidad originaria. Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese impulso inicial les infunde una confianza en el vínculo humano que ninguna desgracia futura puede completamente borrar, lo mismo que nada en otras formas de socialización consigue sustituirlo satisfactoriamente cuando no existió en su día.

Es exactamente lo que yo siento. O, mejor dicho, lo que me hace ser tan vulnerable a veces, lo que me hace pedirle que me diga que me quiera, que me desespere cuando tengo lejos a aquellos a quienes amo. Demasiado acostumbrada a que el amor sea algo no estable, algo que no me acompañe. El agujero al fondo de mi continente por el que tan a menudo se me van las fuerzas.

Y es que, a veces, me siento como en una barca a la deriva que tiene una vía de agua, y por más que trato de taparlo con las manos, con el cuerpo, con pedazos de la tela de mi alma, sigo haciendo agua. Hay momentos de descanso, momentos de amor (muchos tipos de amor, o muchos amores diferentes) en los que parece que he logrado controlar la entrada de agua en mi barca y puedo dedicarme plenamente al viaje, al mar que me arrastra o en el que remo, según tenga el día. Pero el agujero está ahí, y por más que trate de evitarlo, siempre le dedico al menos miradas de reojo.

Ese agujero en la barca es mi inseguridad, mi falta de amor. No, mamá, no eres tu la responsable, sabemos ambas que quien nos agujereó a ambas sigue por ahí, los dioses saben si desfondando a otros, más probablemente a otras. Si mi barca sigue a flote es por ti. Y si mi barca cada vez flota mejor, es por los vivos y muertos que me quisieron, y si él no logró hundirme es por tí, por el abuelo, por Saruman, por Rafa, por Númenor, incluso por Carlos, por ti, Bruka. Por eso son a veces tan salvajes y denodados mis esfuerzos al navegar, al remar, al amar.

En fin, que ahora mismo estoy entre desolada y abrumada de amor. Que la soledad me pesa por razones muy claras, que seguiré amando aunque no haya certezas porque eso lo he aprendido de todos vosotros, los muertos y los vivos.

Zirbêth