domingo, septiembre 19, 2010

MOTIVACIÓN

De pequeña, era una niña bastante torpe. No es que haya dejado de serlo, por supuesto, pero la experiencia es un grado y me lo tomo con buen humor. De pequeña pasaba muchísima vergüenza cuando mi torpeza me dejaba en evidencia, y tenía numerosas pesadillas en las que como resultado de la misma la gente se reía de mí... ¿O era despierta? Ummm...

Como consecuencia, por ejemplo, no sé patinar. Lo intenté una vez o dos, creo, muy distantes en el tiempo (lo suficiente como para olvidarme, como con el alcohol y las resacas), y en ambas ocasiones la vergüenza y el dolor de culo me disuadieron de volver a intentarlo. Las actividades físicas basadas en el equilibrio y la rapidez de reflejos nunca fueron lo mío.

Tristemente, las mentales tampoco.

Lo mío son los deportes en los que se depende de la fuerza y la estabilidad. O de unos buenos pulmones. Subir a los árboles me encanta, así como andar y trepar por las rocas. En judo no me fue mal, porque mis rodillas anchas hacen que, una vez bien plantada en el suelo, sea bastante difícil hacerme caer. La fuerza también es una inestimable ayuda cuando se trata de sujetar a alguien, o sujetarse de alguien, y evitar que me tiren. Uso el presente, pero estoy pensando en cuando era niña. Y en el agua soy incansable, aunque no sea rápida ni mis movimientos sean el colmo de la perfeccción. Además, lo bueno del agua es que no te caes y te destrozas las rodillas. Ni los codos. Ni el trasero. Aquí pienso en pasado y en presente.

Sin embargo, y aunque supuso un desafío enorme, aprendí a montar en bici. El miedo al dolor y la vergüenza no pudieron disuadirme, y aunque me llevó mucho tiempo y fue una experiencia rallante en el desaliento, no cejé en mi empeño. Tenía unos seis años, y por aquel entonces vivía en Gerona*. Concretamente, en la zona más bonita de esta ciudad: el casco antiguo.

 
Mi Paraiso Perdido particular. Algún día volveré a vivir allí.

Uno de mis lugares favoritos para ir a jugar era la catedral. Aunque en casi todas las fotos de la misma que he podido ver en la red lo que se muestra es la la fachada principal y sus interminables escaleras, hay una segunda puerta, la de Los Apóstoles, donde la explanada es más grande y a la que se accedía menos trabajosamente desde mi casa. 

  La plaza, o explanada, es más grande, pero no consigo una foto mejor.

Aquí los niños íbamos a jugar a todo tipo de cosas. Patinar, montar en bici, el pilla-pilla, hacer pompas de jabón y verlas caer desde la balconada... Bueno, yo basicamente a jugar al pilla-pilla (y quedarla casi siempre) y a hacer pompas de jabón. Recuerdo que el aire, casi siempre corriendo, alzaba las pompas y las llevaba flotando sobre la imponente escalinata de piedra.

Pero tres acontecimientos me hicieron arriesgarme a la temible amenaza del ridículo y el dolor. La primera fue que me regalaron esto:

Aunque la mía era marrón dorada... y no tenía subtítulo.

Tener bici y no usarla hubiese sido demasiado estúpido. Y si algo me avergonzaba y dolía más que mi torpeza, era parecer estúpida. Aún así, pasaba un miedo de la muerte y, las primeras veces que bajé la bici a la calle, acababa dejándosela a otros niños, a los que les encantaba demostrarme subidos en ella que montar era facilísimo y no había nada que temer. Era una gozada verles corriendo sobre ella, pero también era frustrante.

Necesité una razón aún más poderosa para atreverme a aprender. Para que se me pasase la vergüenza y le pidiese a otro niño que me dejase su bici, que era más pequeña y bajita, desde la que me arrastraban los pies y podía darme impulso corriendo para luego poner, aterrorizada, los pies en los pedales y tratar de mantener el equilibrio el mayor tiempo posible sin caerme. Para, finalmente, subirme a mi propia bici, sin ruedecitas de atrás, y disfrutar de esa sensación tan especial de conseguir lo que se creía imposible.

Y esa motivación fue que me regalaron el primer disfraz friki de mi vida:

Comando G, Comando G, siempre alerta estáaaaa...

No, el de la chica cursi no. Que iba de rosa, por favor. Y seré torpe, pero siempre he sido un chicote. Mi disfraz era este:

Mark AS. G-1, lider del grupo, Corazón Noble y peligro en potencia para enemigos... y amigos.

Tenía que aprender a montar. No tenía más remedio. No tenía excusa.

Esa capa tenía que volar al viento.

Zirbêth.

* El vídeo lo encontré aquí.

miércoles, septiembre 08, 2010

EL CAJÓN

Cuando Cameron y Chase, en no sé ya qué temporada de House, llevan como año y pico saliendo, tienen una crisis de pareja por la aparente falta de compromiso de ella y, si no recuerdo mal, superan el primer bache con un cajón. El que ella le habilita a él en el armario, en su casa. Es el acto simbólico por el que ella le viene a decir que sí, que va en serio.

Los susodichos, aún por libre.

En Eastwick, es el chico sin ombligo remasterizado y tuneado con barba de dos días para hacerle parecer mayor, a.k.a. Matt Dallas, quien le pide a una impresionante y demasiado mujer para él Rebecca Romijn que le deje un cajón porque quiere ser su novio y no sólo su amante. Los prejuicios propios y del pueblo pesan mucho pada Roxie, que le saca unos añitos, pero al final cede. Bendito cajón.

 
Matt, que se hace el loco y no nos enseña el ombligo.

La rubia les saca una cabeza o más a sus compañeras de reparto...

El cajón, pensaréis todos, es la clave. Todos y todas. Porque, aunque ahora mismo no me viene a la cabeza ningún ejemplo en el que sea la chica la que le ofrezca o pida un cajón al chico a modo de prueba de su capacidad de compromiso o para sugerir ir un paso más allá en la relación, lo cierto es que la herramienta cajón es de uso genérico indiscriminado. Como el cepillo de dientes, pero algo más sofisticado: donde el cajón es todo un planteamiento, el cepillo no pasa de tímido tanteo.

Todo esto, por supuesto, es en las series de TV. En la vida real, el cajón es poco fiable. Desde mi punto de vista. Y mi experiencia.

No sé como será con las mujeres, pero conozco pocos hombres que no se vayan dejando cosas tiradas por ahí, como camisetas, calcetines, etc., y menos mujeres aún que se sustraigan, no ya a la tentación, sino al más natural automatismo, de recoger eso que se encuentran tirado y hacerle un hueco en algún... cajón, sí, para que no se quede por ahí, en medio.

Que es un incordio, hombre. Que va una a limpiar y no hay manera si hay ropa tirada por cualquier parte. Y los zapatos, por favor, al bajo del armario, que seguro que huelen. Mira, ya se ha dejado el cargador de la DS por medio; o lo guardo o el gato lo morderá hasta hacerlo pulpa. Ya me ha vuelto a dejar la mesita de noche llena de libros, que no hay quien ponga el despertador ni nada, leñe. ¿Pero cuantos botes de líquido para las lentillas tiene este chico, por favor? Los pondré aquí, en este estante, con su cepillo de dientes, el desodorante, las maquinillas de afeitar...

Si estamos en las nubes esas de algodón de azucar, estas cosas hacen una ilusión... Sin embargo, no hay que confiarse. Todos esos trastos, prendas de ropa, libros que has ido guardando en el "cajón", que él tan alegremente ha aceptado, pueden no significar nada de nada en lo que a compromiso atañe.

¿Queréis estar seguras de que vuestro chico está dispuesto a quedarse?
Haceos esta sencilla pregunta: ¿Dónde tiene su ordenador?

Premio.

Zirbêth.

lunes, septiembre 06, 2010

AMOR VERDADERO

Ríos de tinta y autopistas de celuloide se han desperdiciado tratando de transmitir, convencer, demostrar lo que es el amor verdadero. ¿Quien no recuerda, por ejemplo, La princesa prometida y el rollo ese del sueño dentro de un sueño? ¿O a los emos Romeo y Julieta, tan atolondrados por el efecto de la dopamina desatada que van y en vez de volver a insertar moneda les dio por el rotundo game over del suicidio? Y así, cienes y cienes de ejemplo. Pasad de la literatura. Del cine. Hasta de la música. Yo sé lo que es el amor verdadero. El verdadero amor verdadero, de verdad de la buena, es lo que siento por estos tres elementos:

                                                          Maléfica

                                                          Korven
                                                                  
                                                          Narsil


Cuando volví a casa tras las dos semanas de vacaciones de este verano, me encontré:

- Arena de gato por todas partes.
- Cacotas secas con las que, probablemente Narsil, se había dedicado a emular a sus héroes del balón y luego había dejado olvidados en cualquier parte.
- El armario abierto y toda la ropa que había dentro descolgada y convertida en lo que sólo podría describirse como cojines del revés, de la de pelo que tenían pegados.
- Las esquinas de sofás y cama cual coladores.
- El carro de la compra descuartizado y sus restos abandonados en el suelo del salón.
- Huellas de gato como para que Sherlock Holmes sufriera un agudo y crítico ataque de impotencia deductiva histérica y acabase en un psiquiátrico.
- Sacado toda la ropa interior de los cajones y espurrearla, ni siquiera homogéneamente, por todo el dormitorio.
- Vomitado, orinado y otros verbos vilmente conjugados de similar terminación e índice de asqurosidad en suelos, sofás, polletes de la cocina, bañera y demás recónditos rincones en general.
- Mis libros, objetos sagrados e inviolables, tirados por el suelo y llenos, también, de pelos y huellas.
- El cadaver de uno de mis cargadores de móvil frente al frigorífico.
- Su bolsa de comida abierta y no precisamente por la zona del abrefácil, y cientos de croquetitas secas por toda la cocina.

No os aburro más, pero la escena era dantesca. De la parte del Infierno, por supuesto. Para completar el cuadro, yo llegaba cargada como una mula tras nueve horas de infame viaje en tren litera y otras dos y pico en cercanías, con las manos doloridas por arrastrar la maleta y más sueño que una marmota en pleno enero.

Tras achucharlos una media hora... Bueno, tras achuchar a Maléfica y Korven una media hora, porque a Narsil no le vi el pelo hasta que me enfrenté al horror de pelos que habían organizado en el armario, donde se había escondido en lo que es su habitual estado de paroxismo miedoso... Como decía, tras eso me tiré doce horas de intensa y sudorosa limpieza exhaustiva que dieron al traste con las reservas de energía que había logrado traerme de mis vacaciones en Blanes. Ni escuchar la banda sonora de Mamma Mia que me había regalado mi dulce amor pude, porque no quería sacar de la maleta nada hasta que hubiese un sitio limpio donde poner las cosas.

Las fotos que muestran a mis amados felinos las he hecho a la vez que escribía este post, más que nada como prueba gráfica de que no los maté y devoré sus cadáveres pese a las múltiples razones que me habían dado para ello (y a que tenía la nevera pelada).

Si eso no es amor verdadero, nada lo es.


Zirbêth.